Opinión Nacional

El hijo del viceministro

Las páginas rojas de la prensa se las disputan personajes de la más variada índole, desde los borrachos que matan a un gentío en las carreteras, hasta el malandro que asesina al conductor de una buseta en el tupido tráfico de cualquier avenida de la ciudad. No pasa un día sin que los reseñados sean los azotes que cosen a tiros a otra banda de muchachos que se atrevieron a disputarles el negocio de la droga en el barrio. Peleándoles el protagonismo, están los presos que se matan unos a otros, en las propias narices de la Guardia Nacional. Todos estos hechos se repiten día a día, monótonamente, hasta el punto de que los redactores de sucesos ya deben haber perdido la capacidad de asombro.

En la relación antes señalada falta un grupo de personajes que actúan a sus anchas, que han causado y causan centenares de muertes que a veces ni se conocen o nos enteramos de ellas por mero azar un tiempo después. Se escudan detrás de la autoridad que representan. Los protege un carnet y una chapa. Hasta sus superiores les inventan cualquier coartada. Siempre tienen la razón y no falta un fiscal del Ministerio Público que intente demostrar que fue el ciudadano común y corriente quien se atravesó en el camino de la bala que el funcionario disparaba en el cumplimiento de su deber. Sería extraño que pasaran dos o tres días sin que se informara de los atropellos de los policías, uniformados o no, municipales o regionales, civiles o militares.

Los carabobeños están hastiados de funcionarios que han ejecutado a gente sin haber recibido castigo alguno. Los zulianos conocen de criminales que forman parte de algún cuerpo armado y que no han sido procesados o no han recibido sentencia. Los guayaneses andan asustados por las calles ante el temor de toparse con cualquier “tiroloco”, de esos acusados de ejecuciones extrajudiciales, o de cruzarse con las bandas armadas de los sindicatos de la construcción que se caen a plomo limpio para dirimir sus diferencias porque no hay tribunal, dirección sindical ni política que meta sus narices en esas balaceras.

Los orientales y los llaneros han padecido por igual a los exterminadores de oficio, contra quienes nadie hace nada, ni siquiera esos gobernadores que se llenan la boca con la defensa de los derechos humanos. Del grupo exterminio de Portuguesa y de los malandros que vestidos de policía hacen de las suyas en Caracas, cualquier cosa que se comente es fiambre. No es necesario redundar.

Hace dos días, un alto funcionario público y sus escoltas se llevaron por delante a un joven estudiante que en mala hora se le atravesó a la caravana del encopetado dirigente. Golpearon al muchacho, lo secuestraron, lo ruletearon y lo amenazaron. Le fracturaron la nariz. Le cayeron a “cachazos”. Lo llevaron a la Disip, hasta que averiguaron que era el hijo de un viceministro, por lo demás valiente y honesto, quien sin detenerse en su lealtad con el gobierno que representa, ha denunciado el caso con coraje y sin titubear. Es verdad que eso ha pasado ayer, que pasa hoy y que pasará mañana, pero no es la respuesta que queremos oír los venezolanos.

Lamentamos lo ocurrido a Iván Padilla, quien ha tenido que “revivir” una parte de lo que su padre padeció en el pasado. Ojalá que este caso sirva para que se entienda que los abusos policiales no son de la cuarta ni de la quinta, sino vicios, delitos y desviaciones que se multiplican cuando no se encaran con valentía y prevalece la solidaridad automática entre compañeros del “mismo” gobierno.

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