Opinión Nacional

El intelectual faldero y su dueño

El canis familiaris -nombre con el que la zoología designa al perro doméstico- no tiene nada que ver con el intelectual faldero, pero se le parece. Como éste, el canis familiaris mueve la colita cada vez que el dueño llega a casa, se tira y se revuelca en el suelo para agradarle; además, le lame las manos, le huele los pies, y si el dueño es un buen manipulador lo adiestrará para recoger la pelota, los huesos, y las presas a las que dispara con traidora puntería.

Considerado el primer animal domesticado por el hombre, el perro sigue haciéndonos la vida un poco más grata. Sabemos que su antecedente más cercano es el lobo, pero confiamos en él; le creemos cuando “finge” tristeza al saber que lo dejaremos solo mientras vamos al trabajo, nos enternecemos por su fidelidad, y, sobre manera, aumentamos nuestro aprecio por él cuando “descubrimos” que el supuesto parecido que tiene con el intelectual faldero, no es tal, ya que la relación que mantiene con el hombre –vale decir, con su dueño- no lo degrada sino más bien le gana el titulo de ser su mejor amigo. Caso contrario sucede con el intelectual faldero, su relación con el dueño lo envilece al extremo; tanto que si algún título pudiera dársele es el de cagatinta o como lo calificaba Alejandro Rossi -en su libro Manual del distraído-, el de “simple organizador de la gramática que utiliza el poder para vender sus consignas”. Pobre gentilicio y peor destino para un ser que por su naturaleza rebelde debería ser indomesticable; consciente, además, de su poder como “obrero” de la inteligencia. Destino que entendió y ejemplificó Sócrates, al momento de apurar la cicuta en su garganta.

Antes de continuar, dejaré para ustedes –mis desocupados, como yo, lectores- algunas características de una relación que llamaremos, casi al ritmo de balada, de amo y esclavo. Esta se cumple bajo patrones de rigurosa exactitud -no descartamos que la historia universal de la infamia, a la que Jorge Luis Borges dedicó un libro, esconda otras tantas variantes-, a saber: El intelectual faldero es diligente, su dueño premeditado. El intelectual faldero piensa que lo que escribe no denuncia su ignominia, su dueño cree que la “cuje” de su dictado no se escucha. El intelectual faldero se orina de alegría cuando cumple una tarea para su dueño; éste a su vez escupe, y revisa su lista de enemigos para mandarlos a joder con el próximo artículo del perrito, así lo llama cuando el mandado es ya hecho cumplido. El dueño del intelectual faldero, supone que detrás de las acciones del intelectual faldero no se ven las marcas de sus uñas. El dueño del intelectual faldero, le extiende la mano y abre el puño, de él sale una pizca de sal, un caramelo, una galleta, un cheque al portador, dinero en efectivo, la seguridad de un empleo: el premio. El dueño del intelectual faldero lo desprecia, porque sabe que, a diferencia del canis familiaris, en algún momento lo traicionará. El dueño sabe pues, que siempre habrá un mejor postor, mejores “causas”, mejores amigos. Sabe, su instinto animal se lo advierte, que, inexorablemente, su peor enemigo es el tiempo, y que contra él poco puede hacer.

La relación –ustedes concederán conmigo- resultaría cómica, sino fuera por la baja estofa de su origen, que no es otra, ya lo dijimos, que la infamia. Dueño y esclavo, juntos representado una parodia que deja a la vista de todos la tramoya, el decorado, los hilos que sostienen las acciones y los efectos que intentan lograrse con ellos. Más, el drama que esconde es terrible, como el de toda felonía. Se trata de la conciencia, que imagino la tendrá nuestro intelectual faldero.

En última instancia, estas nupcias lo que producen es lástima. Y es que uno quisiera sentir la alegría y orgullo que experimentó José Ignacio Cabrujas cuando -en una reunión de intelectuales convocada para el Palacio de Miraflores, por el, para ese entonces, presidente de la república, Carlos Andrés Pérez- Salvador Garmendia le advirtió que “él no podía quedarse demasiado tiempo hablando con el presidente Pérez porque tenía a las seis y media una conferencia sobre Rodín en el Banco Consolidado”. Estaba Garmendia, con esa actitud, privilegiando su trabajo como creador; estaba viendo al poder político desde la misma altura que debe verse al poder político: la altura del escepticismo. Gestos así, de verdad verdad, quisiera ver uno en los intelectuales del país, y no en triste papel de “traductores” de ese lenguaje obtuso e intraducible que es la imbecilidad.

Afortunadamente, el partido de la Maizina Americana –fundado por el mismo Cabrujas- guarda en sus filas a escritores, artistas, e intelectuales de una insospechada inmunidad contra el virus del paniaguado. No puede ser de otra manera, el intelectual debería ser -con respecto a la sociedad en la que le corresponde vivir- su “dolor muela” y no su alcahueta, su equilibrista de turno que en su ignominia es capaz de justificar los injustificable. Moraleja aparte.

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