Opinión Nacional

El Nobel de la guerra

Cuando se trata de premios, más de uno se frota las manos. Frotarse las manos va aparejado con la ilusión del reconocimiento, y la ilusión, primita hermana de esa terca señora llamada esperanza, sabemos que es lo último que el hombre pierde.

Cierta gente anda proponiendo al presidente para un Nobel. Nada menos que el de la paz. Cuesta trabajo hallar razones objetivas para semejante galardón, en esencia por la grosera falta de méritos, pero no deja de llamar la atención el rictus de circunspección, la elevada cuota de convencimiento que muestran quienes ven en el jefe de Estado al paladín de la no violencia, de la paz como forma de vida, de la negación guerrera en cualquiera de sus manifestaciones.

Claro, el historial público de quien ocupa Miraflores da para reírse un poco de tamaña pretensión. Desde su salto al escenario nacional, que fue un frustrado asalto al poder (ahí quedan sus heridos y sus muertos), pasando por el insulto cotidiano, la represión y la violencia, hasta darse de cabeza con el sembradío de odios que ha llevado a cabo con precisión de cirujano, su hacer no es más que la antítesis de un estadista, el rostro desdentado de un creador de pobreza, de subdesarrollo, de mayores dependencias.

Para este Nobel en ciernes su propuesta es una guerra: contra el distinto, contra quien diga lo contrario. Su propuesta pasa por la maraña semántica de una idea que se le incrustó entre ceja y ceja: la conflagración asimétrica. Y así, de guerra en guerra y de ilusión en ilusión van siete años de cultivos hidropónicos, de parques en la Carlota, de ruta de la empanada, de gallineros verticales, de palmas aceiteras, de eje Orinoco-Apure, de ruta del chocolate, de satélites venezolanos, de décadas plateadas y doradas, de niños de la calle, de fundos zamoranos, de tractores iraníes, de la Casona trasformada en escuela, de submarinos de Giordani, de bicicletas chinas, de excesiva normalidad, de plan Ávila contra una marcha, de “ser rico es malo”, de te voy a dar lo tuyo, de plastas y megaplastas, de socialismo del siglo veintiuno, de trece mil muertos al año por el hampa, de ideología a como dé lugar.

El presidente de este país ha dejado ver que su pacifismo actual empuña una espada liberadora. Ha dicho que su revolución para nada es violenta, pero sí armada. Tales armas, por supuesto, supongo que serán de la nación (en cuyo caso vale preguntarse si las Fuerzas Armadas quedan al servicio de un particular). Todo un enjambre de irregularidades, toda una madeja de violencia condicionada: si mis deseos pasan, pues amor y besos; caso contrario, pum, pum a manera de respuesta.

Un Nobel de la paz encarna y simboliza asuntos tan ajenos a su mentalidad cuadriculada, a modos tan estrechos de concebir la realidad que el presidente, estoy seguro, ni se imagina que existen. Crear miseria es espantar toda paz, crear expectativas falsas es mandar de paseo a esa paz, crear, profundizar fracturas entre ciudadanos es cuando menos una insensatez que abre los brazos a un peligro tan explosivo como la pólvora en contacto con el fuego. ¿Sabrán de esto los suecos? Seguro que sí. Como dijo alguien hace días: dénle el Nobel de la paz, pero por Dios, primero el de la guerra.

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