Opinión Nacional

El nuevo rostro del fascismo

Alguien nos ha recordado los días de gloria de Benito Mussolini, el tristemente célebre autócrata italiano de gran figuración durante la Segunda Guerra Mundial, quien en una de sus enardecidas peroratas en el Altar de la Patria, en Roma, proclamaba a los cuatro vientos la primacía del Estado sobre el individuo. Para el máximo dirigente fascista, el Estado lo era todo. De este modo, el fascismo preconizaba: “…nada fuera del Estado, nada contra el Estado, todo en el Estado” . Sí, se había llegado a la aberración de deificar al Estado: al ente superior de la organización social se adjudicaba (según esa concepción) preeminencia o predominio. El Estado, creación del hombre concebida para dar forma y estructura organizada a la sociedad, debía suplantar al individuo, aplastarlo y convertirlo -por consiguiente- en virtud del ideal fascista, en un instrumento a su servicio.

La concepción del fascismo en el ejercicio del poder político contó con el apoyo y respaldo (económico y bélico) del nazismo con Adolfo Hitler a la cabeza. Era evidente la similitud de propósitos totalitarios predicados por ambas agrupaciones. Se necesitaban para tratar de solidificar su plan de dominio mundial. Demás está recordar el triste legado a la humanidad proveniente de la acción de Hitler y sus aliados, sobre todo el célebre holocausto en los campos de concentración, el racismo a ultranza, la persecución de los disidentes al régimen político instaurado por el nazifascismo; y un sinnúmero de atropellos, crímenes, desafueros y arbitrariedades de lesa humanidad. El régimen tiránico y despótico instaurado por los militares en el Japón, durante la II Guerra Mundial, también sirvió de puntal para los ímpetus totalitarios del nazifascismo.

Muy pronto, en aquella época, la tesis defendida por los defensores de los regímenes de fuerza se vio extendida en buena parte del planeta. La doctrina fascista les sirvió de fuente nutricia y soporte ideológico, si se quiere. Tal posición política tuvo no pocos seguidores durante un buen tiempo: fue aupada por los partidarios de la vía autocrática en el ejercicio del poder político y esgrimida como elemento justificador del llamado “gendarme necesario” , tanto en Europa como en América; ahí están los ejemplos de Franco y Oliveira Salazar en la Península Ibérica; y los tiranuelos latinoamericanos (quienes no tuvieron empacho en admirar, unos más otros menos, el “orden” propiciado por el fascismo), tales como Juan Domingo Perón, Manuel Odría, Fulgencio Batista, Anastasio Somoza, Rafael Leonidas Trujillo, Marcos Pérez Jiménez, Alfredo Stroessner, Gustavo Rojas Pinilla, Rafael Videla y otros gorilas argentinos, brasileños y uruguayos, François Duvalier y todos aquellos que hicieron gala de sus ímpetus autocráticos para dar forma a lo que fue denominado “La Internacional de las Espadas…” y sustentar la famosa “doctrina militarista de la seguridad nacional” , de tanto arraigo entre los sectores más recalcitrantes del cono sur.

Los excesos en la conducción del gobierno, el uso recurrente de un discurso incendiario y abiertamente orientado hacia la confrontación; la persecución de los opositores, el hostigamiento de los disidentes, la tortura, el desconocimiento del debido proceso y demás expresiones del Estado de Derecho, el exilio, la regimentación castrense de las principales instituciones públicas, el fomento y amparo de la corrupción, la organización de círculos o milicias armadas al servicio del régimen (suerte de guardias pretorianas del jefe y organizados como cuerpos elite para el desarrollo de operaciones-comando en contra de los opositores), la constante violación de los derechos humanos, el establecimiento de un sistema de censura a la prensa y demás medios de comunicación social, el acoso a la libre empresa, el monopolio estatal del comercio de divisas, el ajusticiamiento, extrañamiento y persecución de intelectuales y políticos adversarios a la prácticas fascistas (ejemplos patéticos los vimos reflejados en las “gestas” libradas por tiranos de la estirpe de Ceausescu, Misolevic, Pinochet, etc.), han sido –entre otras- las principales manifestaciones características de los regímenes de factura fascista.

Muchos de estos gobiernos se han escudado en lenguajes “revolucionarios o progresistas”, propalando prédicas populistas edulcoradas y, en algunos casos, aderezadas con un marxismo trasnochado; porque, en efecto, gran parte de las prácticas políticas llevadas a cabo por regímenes nazi fascistas, guardan estrecha relación de similitud (tanto en la concepción de planes de acción política como en lo atinente a la ejecución práctica de los mismos) con actitudes llevadas a cabo por gobiernos de extracción marxista como el caso del tristemente célebre de José Stalin, el de Pol Pot en el intento por avasallar al pueblo de Camboya, el caso del gran timonel Mao Tse-Tung, de triste recordación sobre todo en el empeño por destruir a sus adversarios y socavar la justa lucha por la libertad librada por el pueblo chino, incluso la persecución religiosa (caso del Dalai Lama y el Tibet), tareas que completaron sus sucesores al ordenar el exterminio y masacre de la protesta juvenil en la Plaza de Tiananmen, en 1989; el del camarada Kim Il Sung, en tierras de Corea y, uno de los más recientes, aquí en nuestra América, el de Fidel Castro, pues en todos ellos sobran los ejemplos configuradores de actividades contrarias a la real vigencia de un genuino sistema democrático, tales como la ausencia de elecciones periódicas, el sometimiento de los poderes públicos bajo la influencia y dominio de un solo individuo; la imposición legal de un solo partido político y de una sola central sindical, la conculcación de los derechos humanos; la eliminación de la educación privada; la persecución de los disidentes y opositores, la ausencia de libertad de expresión, etc. Es decir, el nazifascismo y el comunismo, en los aspectos señalados, tienen un común denominador: el afán por aniquilar la verdadera democracia y construir el Estado totalitario. Demás está recordar que el más conspicuo antecedente del “maridaje” entre los intereses defendidos por estas modalidades del totalitarismo, se halla plasmado en el célebre pacto Von Ribentrop-Molotov, suscrito entre la Rusia de Stalin y la Alemania de Hitler, en el preludio de la II Guerra Mundial.

El continente negro no ha escapado de la presencia de regímenes inspirados en las prácticas fascistas: Ahí tenemos los ejemplos de Robert Mugabe en Zimbabwe y Mobutu Seze Seko en el Congo-Zaire; o bien, la nada envidiable experiencia sufrida por el pueblo sudafricano durante la hegemonía del apartheid, como expresión del racismo en funciones de poder; no importa el color de la piel o el grupo étnico para poner en marcha el neofascismo: se puede ser pemón, cuiba o pertenecer a una tribu escondida en el corazón de Uganda, como en el caso del célebre Idí Amín Dadá, y sentir cierto grado de admiración por el fascismo y, en consecuencia, tratar de instaurar un régimen totalitario, aun rodeándolo de algunos elementos marxistoides.

Parece mentira, pero aún –a inicios del siglo XXI- las tesis y prédicas de estas aberraciones políticas tienen sus adeptos: durante los últimos años, Europa (tanto en el este como en el occidente), ha presenciado con cierta preocupación (no es para menos), el “resurgimiento” de algunos grupos de adherentes o simpatizantes del nazifascismo; ahí tenemos el caso de los llamados “cabeza rapadas” que han hecho de las suyas en algunas ciudades europeas, pues sus desmanes, atropellos y ataques a personas y propiedades han causado sensación de pánico. Así mismo, grupos políticos organizados en torno al ideal neonazifascista han “progresado” en los comicios de Francia (caso de Jean Marie Le Pen) o incluso han llegado a tener figuración en puestos de gobierno, tal como ha ocurrido con el partido de Joerg Haider, en Austria. Muchos –se dice- esperan la “aparición” de un nuevo Hitler, cual mesías salvador y resucitador de las glorias del ansiado III Reich. No ha faltado quien cifre sus esperanzas en los progresos científicos que se adelantan con la clonación, en su demencial empeño por ver “hecho realidad” su sueño de dominio.

También los círculos fundamentalistas del Islam han hecho coro a los ímpetus totalitarios de corte neofascista en algunos países árabes; ahí tenemos los casos del exclusivismo político en Argelia, el predominio de un solo hombre (Gaddaffi) en el ejercicio del poder en Libia; o el desafío que entraña para la humanidad la presencia del “gran amigo” Sadam Hussein al frente del destino de los iraquíes, todos ellos fieles aliados del nuevo profeta Osama Bin Laden y su evangelio terrorista, no exento de cierto culto por el “orden” fascista.

Pero, al mismo tiempo y en otras latitudes (con características particularmente adaptadas a especiales circunstancias), también han aparecido otras versiones del fascismo, asentadas en lo que ha sido denominado un nuevo ropaje del populismo. El común denominador de este nuevo rostro del fascismo se afinca en la desmedida ambición por conquistar o mantenerse en el poder político; para ello, apelan a toda suerte de medios para justificar su abyecto fin (objetivo) de dominación, sometimiento y lucro desde los principales destinos de la conducción político-social. En este contexto, por ejemplo, en nuestro pueblo latinoamericano se observa el fenómeno que presenta el cuadro de grandes injusticias y convulsiones sociales, secuela de toda una serie de vicios y rémoras que han sustentado el atraso y el subdesarrollo económico-social, escenario favorable para el aparecimiento de demagogos vestidos con ropajes populistas de nuevo cuño, quienes -sin la menor vergüenza-, se hacen eco de la prédica que aúpa la concentración del poder y la tentación autocrática, como panacea para “saciar” el justo descontento popular.

Ahora como entonces, los neofascistas acusan a sus adversarios de ser culpables de las tropelías y prácticas terroristas que ellos mismos planifican y llevan a cabo: al igual cómo los nazis atribuyeron a los comunistas la autoría del incendio al Reichstag, cuando en realidad las teas fueron portadas por las propias escuadras hitlerianas, llamadas los círculos del terror. Ahora como en aquel tiempo, los neofascistas se burlan de los métodos democráticos, de las leyes y aun de la Constitución: para ellos son letra muerta en tanto sean consideradas como obstáculo para sus fines orientados hacia la concentración del poder político y la instauración de un Estado totalitario. Ahora como en aquel momento, también –para tratar de liquidar al adversario- se recurre a la consabida técnica de repetir una mentira hasta convertirla en expresión de la verdad, expediente que tanta fama le dio a Goebbels en sus métodos de propaganda nazi.

Pero, lo más curioso (en especial para los estudios y análisis propios de los fenómenos socio-políticos), es observar cómo –para la conformación de ese nuevo rostro del fascismo-, se intenta mezclar (en suerte de inmenso crisol), ingredientes de diversas procedencias: elementos pseudopatrioteros (apelación a la distorsión del mensaje nacionalista de los héroes de la independencia); con planteamientos y acciones de indubitable corte totalitario (tanto nazi como fascista) y con prédicas de un marxismo trasnochado (recuérdese que el muro de Berlín fue derruido en memorable acción del pueblo europeo y que el imperio de la URSS ya no existe, precisamente ante el fracaso de sus tesis económico-políticas); ello, sin soslayar la gran influencia del narcotráfico como elemento facilitador (en el aspecto financiero y logístico) tanto de la guerrilla como de las acciones terroristas emprendidas por los propagadores de ideas totalitarias; y, al mismo tiempo, sin olvidar el concurso del inmenso caudal subcultural que proviene de las más disímiles prácticas de la santería y brujería, y –de este modo- maquillar con un aura tropical ese nuevo rostro del fascismo. ¿Será éste, en pleno inicio del siglo XXI, el camino más idóneo para el logro del progreso y avance social….?

(*):Abogado-Profesor Universitario.

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