Opinión Nacional

El que a hierro mata…

El arma imprescindible de todo autócrata que pretende perpetuarse en el
poder es el terror. Cada persona sometida a ese régimen, consciente de que
disentir, manifestar y hasta hablar puede acarrearle cárcel, torturas o la
muerte; se va encerrando en sí misma y comienza a mirar hacia los lados
antes de proferir una palabra que pueda parecer crítica a los gobernantes.

Ya no se confía en el vecino, en el compañero de trabajo ni siquiera en la
propia familia: cualquiera puede ser un delator obligado a ello por el mismo
terror que infunde la dictadura. En la medida en que ese miedo colectivo
aumenta, crecen también la crueldad y la arrogancia del autócrata; se sabe
todopoderoso, una seña, cualquier gesto hasta una mirada suya bastan para
que sus esbirros entiendan la orden de reprimir, golpear, encarcelar o
asesinar.

Lo único que sirve de consuelo al pueblo aplastado por estos déspotas es
saber que el miedo que ellos padecen es quizá peor que el que infunden a sus
gobernados. Mientras mayor es su poder, mientras más arbitrarias son sus
acciones, mientras más individuos, grupos o sectores son atropellados, mayor
es el temor a la reacción en forma de rabia revanchista. Entonces se rodean
de guardaespaldas, usan chalecos antibalas, ya no se atreven a comer un
bocado de nada sin que alguien pruebe antes esa comida, ya no se dejan tocar
o manosear por ese pueblo al que decían amar, ya no duermen tranquilos. El
fantasma del magnicidio los persigue y el espanto por la posible venganza
popular los consume.

Nuestro aprendiz de autócrata embriagado de poder, se creyó hasta ahora
capaz de pasarle un tractor por encima todos los derechos ciudadanos para
aplastarlos y convertirlos en papelillo. Los atropellos que durante sus
primeros siete años de gobierno fue practicando de manera lenta y calculada
para no alarmar demasiado sobre su oculto proyecto político; se
transformaron a partir de las elecciones del 3 de diciembre de 2006, en una
ametralladora disparando amenazas que al poco tiempo se hacían realidad. Fue
con un fusil kalachnikov recién adquirido al imperio ruso de Vladimir Putin
y apuntando a una cámara de televisión, que el año pasado lanzó su primer
edicto contra las televisoras privadas en general y Radio Caracas Televisión
en particular. Y fue ante sus inferiores militares reunidos en Fuerte Tiuna,
en diciembre, cuando sentenció la muerte definitiva de ese canal. Quienes
creyeron que el Tribunal Supremo de Justicia se atrevería a desafiar al amo,
pecaron más que de ingenuos y aquellos que pensaron que Chávez retrocedería
ante las reacciones internacionales, no conocen la psiquis del personaje. La
característica predominante del narcisismo y de la megalomanía es la
creencia de que no existe poder alguno por encima de quien los padece.

Caramba, pero ¿quién iba a decirle a nuestro teniente coronel, comandante en
jefe, líder máximo de la revolución y presidente, que el tiro le iba a salir
por la culata justamente en su patio, ese que él creía tener bajo absoluto
control? La salida del aire de RCTV no solo produjo la indignación de esa
mitad de la población a la que él desprecia, sino también la de esos cerros
y barrios que cree incondicionales para la eternidad. Pero es que además
despertó a esa masa dormida o indiferente o poco participativa que son los
jóvenes estudiantes de todo el país. El terror se empezó a sentir entre los
diputados de la Asamblea Nacional, sobre todo en ese par de fugados de un
psiquiátrico que forman la liga Tascón-Varela. Llamaban a los seguidores del
jefe a invadir las urbanizaciones donde viven los ricos, los oligarcas pues.

El ministro Willian Lara, con su hablar arrastradito en afán de aparecer
culto y diferenciarse de la chabacanería de sus compañeros de ruta, y Pedro
Carreño, quien confirma que el cuociente intelectual no importa para ser
ministro de policía; ya no encontraban a quien culpar de las protestas
estudiantiles: a Marcel Granier, presidente de la clausurada RCTV, al
Imperio, a los agentes de Bush, a la oligarquía, a la conspiración mediática
a la oposición golpista. El hecho de que -por suerte- no apareciera una
sola de las caras harto conocidas de la dirigencia opositora en las
manifestaciones, no los desanimó en su afán de justificar la explosión
juvenil.

Cuando aparecieron en la pantalla de Globovisión los estudiantes de la
Universidad de las Fuerzas Armadas, la niña mimada del gobierno militar de
Chávez, sumados a la protesta; el miedo debe haber provocado cólicos con sus
desagradables consecuencias, a los oficialistas. Fue entonces cuando Chávez
apareció en cadena nacional, vestido de rojo y sudoroso, e instó también a
sus revolucionarios de los cerros a bajarse de allí para defender la
revolución. El llamado a una segura masacre, como lo calificó un diputado
chavista con alguna sensatez, por suerte no tuvo eco. Salvo los matones
tarifados de siempre, sembrando el pánico en la Avenida Francisco de Miranda
de Caracas, no hubo una sola persona del electorado chavista que saliera a
enfrentarse a los jóvenes manifestantes. La represión brutal quedó para las
bombas lacrimógenas y perdigonazos de la policía del alcalde Juan Barreto.

Debe ser terrible, deprimente, desestabilizador para alguien que sufre de ´
narcisismo y megalomanía (que no sé si son siempre coincidentes) encontrarse,
no solo con el alzamiento de sus aplastados, sino además con la tormenta internacional que su acto arbitrario ha desatado. Ni López Obrador en México
ni el parlamento nicaragüense ni los amigos del alma Lula Da Silva, Evo Morales y Néstor Kirchner han respaldado la guillotina chavista aplicada a la televisora más antigua de Venezuela. Eso para no hablar de los editoriales, artículos de opinión y fotografías de las marchas y de la represión policial que han aparecido en diarios y televisoras del mundo entero.

El rey quedó más que desnudo, sin careta. Y lo que se ve en su expresión al caer la máscara, es miedo. Como miedo tienen todos quienes son cómplices de sus abusos, atropellos y vandalismo institucionalizado. Y eso es suficiente para levantar el ánimo, por ahora.

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