Opinión Nacional

El rescate del oficio de la política

La tragicomedia que Venezuela enseñó al mundo entre el 11 y el 14 de abril demuestra, entre otras cosas, que la política es algo demasiado serio para dejárselo a empresarios, militares, juristas, periodistas, sindicalistas, guapetones de barrio y señoras bien con internet. Estamos pagando muy caro la satanización y el subsiguiente debilitamiento de los partidos y los políticos de oficio. Estamos viviendo lo que Samuel Huntington llama la “sociedad pretoriana”, en la cual no existen o son muy débiles e ineficientes las instituciones políticas. Éstas no están en capacidad de mediar, organizar y canalizar la acción política de los grupos sociales, que se enfrentan directamente en la arena política. En las sociedades pretorianas, no se aceptan como legítimos o son inefectivos los partidos políticos y sus dirigentes profesionales, que deberían cumplir con la función de ser intermediarios para ordenar y moderar, en un cauce democrático, los conflictos entre los grupos. No existe acuerdo entre los grupos sobre las reglas fundamentales del juego político y los medios legítimos para solucionar los conflictos políticos. Cada grupo utiliza los medios que reflejan su naturaleza y capacidades. Los ricos sobornan, los marginales saquean, la sociedad civil realiza manifestaciones, los trabajadores se declaran en huelga y los militares dan golpes de Estado. A falta de procedimientos legítimos y aceptados, la política se rebaja a estas formas de acción directa. En todas las democracias serias, la política se ejerce a través de partidos políticos, dirigidos por políticos profesionales, por eso la Carta Democrática de la OEA, en su artículo 22 nos dice que: “Los partidos y otras organizaciones políticas son componentes esenciales de la democracia. Es un interés prioritario de la comunidad democrática interamericana promover la participación creciente y representativa del pueblo en los partidos políticos para el fortalecimiento de la vida democrática…”. No deberíamos olvidar que, en Venezuela, de 1958 a 1998, basados en el amplio consenso sobre las “reglas del juego “político, enmarcadas en la Constitución de 1961 (esa Constitución la firmaron todas las fuerzas políticas del país desde el Partido Comunista hasta Copei y AD), convivimos civilizadamente en paz, salvo el breve paréntesis guerrillero y disfrutamos de una sólida y envidiable estabilidad política. Fuimos paladín y modelo de la democracia en nuestro continente. Nuestros militares, como en todos los países civilizados, eran obedientes y no deliberantes, y el orgullo de ser venezolano no era un slogan poco creíble. Hacia el final de esos cuarenta años se cometieron graves errores, sin embargo, las causas profundas del fracaso no son políticas sino económicas. Fue nuestro modelo económico de sustitución de importaciones, basado exclusivamente en una ya insuficiente renta petrolera, que se agotó terminalmente en 1983 y nuestras elites dirigentes, no sólo las políticas, fueron incapaces de responder al desafío histórico que implicaba el cambio de rumbo. Chile y México supieron hacerlo, con relativo éxito.

La demagogia populista del chavismo echó a perder lo que habíamos avanzado en el camino de la institucionalización política y profundizó nuestro desastroso rumbo económico. La democracia sólo sobrevive en una cultura política del diálogo y de la tolerancia. En la lucha política democrática y pluralista, no hay enemigos a vencer, sino adversarios a superar. Negociación no es una mala palabra, es el proceso de decisión interdependiente, basado en el control recíproco, instrumento indispensable de la vida democrática, necesario para solucionar, sin matarnos, los conflictos políticos. Para eso sirven los políticos de verdad. Hay que rescatar el oficio de la política.

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