Opinión Nacional

El señor Cancino

Enciendo el televisor y un rostro fruncido, el del señor Cancino, aparece cubriendo casi por completo la pantalla. Escucho sus declaraciones a la vez que me propongo observar con cuidado formas de decir, maneras de interpretar la realidad, gestos, argumentos. De estos últimos, pues nada. El señor Cancino parece rumiar ideas que hace tiempo fueron a parar de bruces al vertedero de la historia, lo cual, como resulta obvio, no es cuestión por la que manifieste el más elemental conocimiento.

Habló el señor Cancino de derechos y otras bondades por el estilo, para a continuación tronar con la genial afirmación de que el ejercicio de la violencia tiene parentesco íntimo con la libertad de expresión. Violencia y libertad de expresión pueden ser, ni más ni menos, hasta primitos hermanos, pues. Entre decir las cosas y decirlas a cabillazos, según este profesional de las leyes, no hay en el medio diferencias mayores. Claro, lo que aquí se siente es un retorcimiento, un manejo al garete de lo que implica hacer uso de eso que asimilamos como nuestra condición de hombres y mujeres libres: lo soy y hago lo que me venga en gana. Lo soy y lo demás al diablo.

La libertad reclama al otro, supone al otro, considera al otro. Y si esto es así, soy libre y el de al lado, o el del frente, también goza de este beneficio. Mi libertad necesariamente tiene que incluir la certeza de su abrazo con la de mi vecino, en la zona fronteriza donde ambas se unen codo a codo. Elemental.

Pero para el señor Cancino violencia es forma válida de expresión democrática, de libertad. Con esto, el abogado borra de un plumazo el rol de árbitro que las leyes cumplen en cualquier sociedad y el acuerdo tácito, de consenso, entre ciudadanos para vivir en mínima organización, en elemental armonía. Todavía no me explico cómo una actitud de tal calaña, antiderechos, anticiudadana, antirracional y antitodo, resbale de un jurista, de alguien que supuestamente es un «defensor a ultranza» de la ley.

El señor Cancino representa, no cabe duda, a un revolucionario por los cuatro costados. Este título debe propiciarle una alegría infinita, una sensación de poder total, aplastante, unos privilegios y una convicción en relación con lo que hace, supongo, que lo llevan a admitir y por supuesto a propiciar algo incrustado hasta el fondo en la mayoría de cuanto «revolucionario» aparece por ahí: «el fin justifica los medios». De modo que en función de esta lapidaria verdad, cualquiera puede convertirse bajo tan sublime excusa, en objetivo político, en objetivo militar, en objetivo de la causa y del proceso.

Este individuo requiere un frenazo de inmediato. ¿Esperanza de que ocurra?, es lo último que pierde el ser humano, dicen los que saben. Mientras tanto, las instituciones duermen la siesta del olvido en el bolsillo del Ejecutivo. ¿Actuará de verdad la Fiscalía, nada más por mencionar a una de ellas?. Sólo se escuchan los ronquidos.

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