Opinión Nacional

Es la política, no la economía

Aunque la lOgica estaba con Evelyn Matthei, porque como ella lo señaló no tiene mucho sentido concederle a un instrumento (la reforma tributaria, esto es, el vehículo para generar más recursos fiscales) la categoría de un objetivo de gobierno, la historia estuvo con Bachelet. Y lo sigue estando en la actualidad porque, al margen de los recursos que se necesitan para llevar a cabo la reforma educacional y al margen también de la necesidad de financiar al Estado y corregir el déficit fiscal, la reforma tributaria se está legitimando por sí misma en función de la extendida sospecha ciudadana en cuanto a que en Chile no todos pagamos los mismos impuestos. Es más: gran parte de la evidencia indica que quienes los pagan no son precisamente los más ricos.

Esta flagrante violación del principio de la igualdad ante la ley, básico en una república e intransable en una democracia, es la que multiplicó hasta el escándalo la profusión de sociedades de papel y la imaginación leyuleyo-contable para eludir o burlar impuestos entre peces grandes, medianos e incluso algunos chicos. Esta misma circunstancia es la que le está entregando piso político a la mayor reforma tributaria del último medio siglo, no obstante que precisamente ahora la economía muestra signos de desaceleración.

Qué duda cabe que esta reforma va a tener efectos políticos y económicos serios. Algunas de esas incidencias, es de esperar, coincidirán con los propósitos buscados, pero habrá otros efectos, ojalá los menos, que serán indeseados. Lo más probable, sin embargo, es que nunca vamos a saber si fue una buena o mala idea de la reforma, entendiendo por buena la que permita aumentar la recaudación sin generar muchas distorsiones y por mala la que frene la inversión y comprometa el empleo en el largo plazo.

Son tantas las variables que inciden en el crecimiento -el clima, el precio de las materias primas, la preparación de los trabajadores, la confianza, la estabilidad política, la calidad del sector público, el contexto mundial, la infraestructura, el estado de derecho- que es difícil aislar la pura variable tributaria y poder decir con alguna seguridad y cifras en la mano, al cabo de cinco o 10 años, si Chile acertó o se equivocó al dar este paso. Sabremos cómo nos fue. Pero no cómo nos habría ido sin el alza de impuestos de la reforma. Esto envuelve ciertamente una lección de humildad para la economía, la más altanera de las ciencias sociales: tanta zalagarda y tanta discusión por una reforma cuyos efectos en el mediano plazo nadie va a poder ponderar aisladamente. Sí la podremos evaluar en conjunto, con muchas otras variables, por supuesto, y sólo ahí tendremos una aproximación a qué tanto pudo sumar o restar al desempeño del país.

Sin la arrogancia de las cifras y con alguna dosis de prudencia, la verdad es que bien puede ser la política la llamada a manejarse mejor que las tablas de cálculo en estas aguas

Condiciones de equidad

Precisamente porque lo que está en juego responde básicamente a consideraciones políticas es que respecto de estos temas cobran todo el sentido del mundo las viejas y consabidas confianzas históricas de liberalismo en el Estado fuerte pero austero y de la socialdemocracia en el Estado algo más grande, muy regulador y capaz de corregir vía impuestos las asimetrías con que se enfrentan los más débiles.

En esto hay poca novedad. Sin embargo no es lo único que está en cuestión porque aquí primero hay un asunto de justicia. No es sano un sistema tributario que a igual nivel de ingresos discrimine en un caso para las rentas del trabajo con el rigor de las retenciones y para las rentas asociadas a la función empresarial con la relatividad de los impuestos diferidos para el día del níspero.

Restablecida que sea una razonable igualdad de trato entre los contribuyentes y los diversos tipos de empresas, nada obsta a que entren a operar las convicciones. Hay unos que creen que es muy improbable que el Estado pueda sacarle mayor rendimiento social que un particular a cada peso que les quita a los privados a través de los tributos. Hay otros que estiman que la única manera de darle sustentabilidad al modelo es fortaleciendo los bienes sociales que un Estado más comprometido con la equidad pueda proporcionar. Entre ambas opciones lo lógico es que los países, en función de su historia y de la singularidad de su experiencia, se abran a alguna forma de equilibrio. Sin embargo, eso no resuelve todo el problema.

Condiciones de eficiencia

Y no lo resuelve porque en algún momento la tensión política envuelta en el dilema del cuánto recaudar habrá de trasladarse a un seguimiento medianamente efectivo y transparente de control del gasto. Esta variable, la de la eficiencia, de hecho es mucho más importante para el largo plazo. En este plano el prontuario del Estado chileno, sin ser a lo mejor desastroso, tampoco es muy edificante. Lo que en otra época, por ejemplo, gastamos financiándoles la educación o las casas a los sectores de ingresos altos y medios correspondió a un caso típico de captura que todavía mucha gente recuerda con desparpajo y nostalgia. ¿Iremos de nuevo en esta dirección? ¿Cuántos programas sociales hay en la actualidad que son inoperantes e incluso regresivos? ¿De qué manera nos vamos a cubrir de futuros desastres como el Transantiago?

Al final, volvemos a toparnos con una lección que todavía por lo visto no terminamos de aprender. No siempre un aumento del gasto público redunda como se cree ahora en mayor bienestar general.

 

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