Opinión Nacional

Esbirros de cuello blanco

Los esbirros ya no son como antes. Por lo menos no en la Venezuela contemporánea, el país laboratorio del autoritarismo del siglo XXI. Los del presente no llevan lentes oscuros, chaquetas negras o manoplas de acero en el bolsillo. No ponen electricidad en los testículos de los opositores políticos. Ni meten sus cabezas en agua hasta que, ya a punto de asfixiarse.

Los esbirros del presente, por lo menos en apariencia, son más sofisticados. No se llenan abiertamente las manos de sangre como en las dictaduras militares o en las democracias todavía incipientes. Los esbirros actuales, es decir, los operadores que se encargan de hacer el trabajo sucio que Hugo Chávez ordena para sacar de escena a sus contendores políticos, ya no son necesariamente policías de oficio. Son jueces, fiscales y contralores de la República. Usan corbata. Algunas veces, toga y birrete. Incluso parecen más educados y recurren con menos frecuencia al lenguaje despectivo dominante en la cúpula gubernamental bolivariana.

Esta cúpula sabe muy bien que la represión contra los contendores políticos no es bien vista en el escenario internacional y que, por más que se controle la información, en los tiempos de Internet es prácticamente imposible ocultar la barbarie. En consecuencia, ha decidido que la mejor arma para sacar de juego a los líderes políticos exitosos no es la violencia física sino la criminalización de la disidencia, la satanización del adversario y la judicialización de la política. Es para esta última donde entran en juego los esbirros de cuello blanco quienes son convertidos en nuevos pistoleros que no quitan vidas pero sí apuntan a eliminar, políticamente hablando, a quienes previamente han sido condenados por Yo, el supremo.

A Hugo Chávez y su entorno le incomodaban profundamente cuatro líderes políticos opositores –López, Mendoza, Méndez, Barreto Sira– que aparecían como seguros ganadores en las alcaldías o gobernaciones en donde eran candidatos en las elecciones regionales de 2008. Entonces, recurre a Clodosvaldo Russián, el contralor general de la República, para que, afincándose en un ardid legal que contraviene abiertamente la Constitución, los inhabilite políticamente. Y así se hizo. Con el aval del CNE y del TSJ, ninguno pudo presentarse a las elecciones donde eran seguros ganadores y en el caso de Leopoldo López, uno de los líderes nacionales con mayor fuerza y juventud, no podrá hacerlo en ninguna otra –no con estos esbirros– hasta el 2013.

A Hugo Chávez le revuelve las entrañas el éxito político de Manuel Rosales, por sus triunfos sucesivos en el estado Zulia. Entonces, fuera de sí por la inevitable derrota que se le venía encima, anuncia en medio de un mitin en Maracaibo: “Manuelito, desgraciao (sic), vamos a ver quién va a ir preso primero, tu o yo (sic)”.

Fue una condena. Y una orden a sus servidores. De inmediato la Asamblea Nacional, con eficiencia que nos hubiese gustado verle en las investigaciones sobre el maletín de Antonini, procedió a sancionarlo políticamente. Los medios oficialistas a crucificarlo culpable. Y la juez de turno, tal y como lo demostró el diputado Ismael García en documento escrito entregado a la prensa, a redactar la sentencia que lo enviaba a prisión.

Rosales tiene la obligación de irse del país, porque sabe que ya está condenado. Como tuvo que irse Eduardo Lapi, otro contendor que hubiese derrotado al chavismo de habérsele permitido presentarse en las elecciones del estado Yaracuy, donde estaba preso y huyó. Como, ante la inminencia de otro juicio amañado, tuvo que hacerlo Nixon Moreno, el hombre que derrotó al actual ministro del Interior en las elecciones de la FCU de la ULA, refugiado por largos años en la Nunciatura Apostólica de donde escapó. Como debió haberlo hecho el general Baduel, uno de los presos que más goce personal le produce al jefe de Miraflores, y los otros cien oficiales detenidos por “delitos políticos” en las carceles del país. Y como tendrán que hacerlo, mientras no salgamos de esta pesadilla, otros líderes opositores que serán igualmente acosados –no me queda duda alguna– por los nuevos esbirros. Los de cuello blanco. Los cancerberos del siglo XXI.

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