Opinión Nacional

Escuchando desprevenidamente a Elías Jaua

La semana pasada, dando continuidad a la «línea» que lanzara el presidente Chávez llamando a dialogar, el canciller Nicolás Maduro y el Vicepresidente Elías Jaua, asistieron a Venezolana de Televisión y aceptaron abordar el tema del desborde delictivo en este país.

Es decir, dos de los hombres de mayor confianza del Primer Mandatario decidieron abandonar las imposturas inherentes al ejercicio del poder político para hacer lo que, de habitual, nunca hacen: animarse a pasarle revista a los problemas que más mortifican a la ciudadanía ­esos que con pasmosa frecuencia omiten­, y encuadrar el proceso con algunos reflexiones sobre la importancia del dialogo político.

Algo de lo que hizo el propio presidente Chávez en su discurso. En resumidas cuentas, lo que tiene al menos seis años pidiéndole el resto del país al Alto Gobierno mientras éste sigue metido en el crucigrama de sus propias consignas.

Cuando tuvo que hacer su diagnóstico personal sobre los niveles de violencia en Venezuela, fue Jaua el vocero que pudo sintetizar con mayor claridad el abordaje tradicional que hace el chavismo a este problema. El que ha ocasionado que, de ser grave, el desborde del hampa esté colocando en un severo entredicho la solvencia misma del Estado venezolano.

Dijo Jaua que si Caracas está tan peligrosa ha sido porque el Presidente «no quiere reprimir»; esbozó algunas reflexiones sobre «las causas» de la violencia y las desigualdades. Alegó que, si en otras capitales latinoamericanas las calles están tranquilas, largamente más tranquilas que acá, es porque las zonas populares son martirizadas con tomas policiales y militares, cuando no bombardeadas. Se mostró confiado en que con la cobertura e impacto de los programas asistenciales del gobierno, atacando el problema de raíz, se revertiría el germen de la desigualdad para ir sofocando el problema.

Unos cuatro mil venezolanos morían en 1998 a causa del hampa. Hoy, si somos conservadores, podemos decir que estamos en 14. Puedo suscribir con todas sus letras lo que, a estos efectos, alega la oposición política en Venezuela: el agravamiento del secuestro, del cohecho, del vandalismo, del asesinato y de la impunidad en este país, que ha triplicado los dígitos de 1999, guarda relación directa con la renuencia de Hugo Chávez y sus colaboradores a abordar el problema y colocarlo a encabezar la lista de los dolores de cabeza de los venezolanos.

Es una verdad de una trágica simpleza.

Doce años después lo único que podemos hacer es atenernos todos a las consecuencias. Al presidente Chávez no le ha dado la gana de hacer mayores consideraciones sobre la inseguridad ciudadana y el precio de tal decisión lo estamos pagando todos.

El precio de no debatir, de no asesorarse con expertos, de no hacer reflexiones en público, de no escuchar a las comunidades y de no estudiar soluciones urgentes. De creer que tener sensibilidad social y organizar jornadas de atención odontológica en Antímano eran, en sí mismos, pergaminos para que los malandros se volvieran todos buenos. El precio de no invertir en dotaciones y personal en años; de haber permitido que las ciudades se inundaran en armas ilegales. De desarrollar esa tesis irresponsable «del pueblo en armas» en una nación que ya está armada. De haber colocado de ministro a Pedro Carreño, de haber pospuesto hasta 2009 la instalación de la Conarepol y el proyecto de la Policía Nacional.

El combate al delito no es un problema de millonarios o personas con propiedades: el derecho a la vida es el que hace posibles todos los demás derechos. Tan importante, o más, que la Misión Mercal o cualquier programa de alimentación de esos que tanto obsesionan al equipo gobernante.

¿No reprime el gobierno, dicen? Peor aún: reprimen los choros. Disparan al aire y asesinan niños inocentes, estudiantes universitarios, venezolanos trabajadores en las barriadas y las urbanizaciones, seguros de que nada importante va a sucederles en un país cuyos gobernantes parece que pensaran que las soluciones se resuelven con consignas. Planifican secuestros desde las cárceles, extorsionan empresarios, se apropian de todas las plazas de este país para hacer con la vida de los demás lo que les provoque.

Es cuando menos una estupidez achacarle al capitalismo los efectos del hampa: sociedades enteramente dominadas por corporaciones, como Singapur, son de las más civilizadas del planeta. En un país como Canadá pueden morir en un año la cantidad de personas que a Caracas le toma dos fines de semana. Tampoco, necesariamente, de sociedades desiguales: Ecuador, Perú y Paraguay, por ejemplo, son países hasta más desiguales que este y mucho menos violentos.

Ni siquiera es, exactamente, un problema asistencial. Elías Jaua puede mañana sentarse a pilotear un helicóptero para lanzarle desde el aire caramelos y juguetes a todos los vecinos de Petare. No va a suceder nada. No sucederá nada si no se invierte lo necesario, si no se busca ayuda, incluso internacional, si no se hace un esfuerzo especial en lo que ha terminado siendo un problema de Estado, si no se hace del combate al delito una causa nacional que comprometa a su propia militancia.

Las omisiones de Chávez han tenido su efecto cascada. Ni el partido de gobierno, ni ninguno de sus voceros, ni ninguna de las organizaciones sociales del oficialismo, ninguna, se ha animado, por cuenta propia, a abrir siquiera una mesa redonda del más subversivo de todos los temas de esta hora. La dictadura y el desmadre de los choros en las calles.

Los errores en política se pagan. En 2012 el país le va a pasar factura a la terquedad del presidente Chávez. Por encima de las consignas y los lugares comunes, eso debería saberlo Elías Jaua. Pese a su asombroso dogmatismo, a la notoria obsolescencia de sus postulados, sigue siendo él uno de los cuadros más capaces de este tren ejecutivo.

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