Opinión Nacional

Espumarajos, rayos y centellas

Desaforado y superlativo por naturaleza, el presidente de la república no puede estarse quieto. Adolece de eso que los antiguos llamaban hiperkinesis y los criollos, menos pundonorosos, cargar un cohete en el trasero. No ha echado una pestaña y ya está ordenando atacar, enfilar, marchar, partir, combatir, triturar. Como don Cipriano, su ancestro.

Tiene razón cuando se equipara al Quijote: no por idealista o generoso, sino por extraviado. Ve gigantes donde crujen apacibles molinos, bellas dulcineas y princesas donde se exhibe una top model de color a millón de dólares la pernada. Y monstruosos dragones donde no hay más que candidatos a concejos, alcaldías y gobernaciones.

De allí su desafuero ordenando atacar a quien se le cruce en su camino: Rosales le suena a Roncesvalles. Otero a cordillera inexpugnable. Capriles a manada de machos cabríos que asaltan su castillo. Y al pueblo opositor se empeña en verlo convertido en la invencible armada que viene a por sus fueros, amenazándole posesiones y riquezas.

Corre desangelado, echando espumarajos por la boca, montado en su desvencijado Rocinante. Carga lanza y adarga y no se quita el rojo-rojito ni para hacer sus necesidades. Le cubre sus espaldas el buen Sancho de Miranda, amenazado en la vida y en la muerte por el terrible decurso del destino. Andan ambos como almas en pena, creyendo que desfasen entuertos, cuando no hacen más que poner la plasta.

Grita como un energúmeno. Suelta sus doblones de oro a ver si acalla las críticas y convence a los descreídos. Chilla como un cerdoa la vista del cuchillo cochinero. Patea y da coses como un animal herido. Y en medio de su locura atisba que se le acaba el viaje. Entonces despierta de sus malos sueños, consciente de que no es don Quijote de la Mancha ni Cipriano Castro sino Hugo Rafael, el teniente coronel, hijo de doña Elena, la brava y de don Rafael, el maestro.

Como en un reloj de arena se le va el tiempo por entre los regordetes dedos de su mano izquierda. Ya se ve acosado, acorralado, perdido y deshuesado. Pateará, rebuznará, maldecirá, amenazará, vociferará y dará gritos de desesperación y angustia. Se le acaba lo que se daba. Ya no ronca. Ya no le brota el oro negro por los poros de su ínsula de la fortuna.

Va palo abajo Don Quijote. Sin Sancho, sin Dulcinea y sin Rocinante. Le espera la terrible y cruenta verdad: más pronto de lo que se imagina volverá a ser el delirante y afiebrado teniente coronel en retiro que aspiraba a revivir las glorias de don Simón. Le esperan malos tiempos. Que se vaya acostumbrando

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