Opinión Nacional

Estirpe de libertad

“Suele ser violenta y tierna,
no habla de uniones eternas
más se entrega cual si hubiera
sólo un día para amar”
Silvio Rodríguez

“Nada sabe tan dulce como su boca,
Me transporta a una nube cuando me toca
La estela de su cuerpo te abre camino como una antorcha,
tempestades desata mientras escapa sobre su escoba.”
Víctor Manuel

La tía Chiquita tenía los pechos grandes y tiesos, avanzaban por delante de su cuerpo abriendo paso a su personalidad orgullosa y avasallante. Sus caderas estaban siempre apretadas por fajas que ayudaban a moldear un cuerpo robusto pero bien formado. Mi memoria olfativa guardó por siempre el aroma de la colonia Coral de tapa violeta que usaba.

En su rostro, limpio de maquillaje, resaltaban unos ojos grandes y negros bajo el marco perfecto de unas gruesas cejas. Usaba el cabello corto y negro, y prendas que marcaban su talle definido y voluptuoso.

Chiquita, la menor de los hermanos de mi madre, miraba desafiante y altanera, con tal fuerza que lanzaba disparos de fuego a quienes consideraba posibles contrincantes. Todos en la familia evitaban enfrentamientos con ella, pues nadie quería ser víctima de sus arranques de ira y de los improperios que lanzaba su boca carnosa. Si algún inocente desconocido intentaba un intercambio de puntos de vista, ella avanzaba un paso hacia delante, y con sus pechos erguidos a escasos centímetros del atrevido, levantaba el dedo índice y lanzaba toda clase de frases devastadoras que aniquilaban cualquier argucia diplomática.

La irreflexión y orgullo eran sus características. La lluvia, el viento, una baldosa floja o no encontrar un taxi en el momento indicado eran causas suficientes para que el volcán hiciera erupción.

Debo confesar que me divertía verla estallar. Hablaba tan fuerte que tenía que cubrir mis orejas, y ordenaba las palabrotas logrando construcciones lingüísticas inéditas y divertidas.

Sin embargo, también era poseedora de una alegría desbordante, que transmitía cantando viejas tonadas españolas y bailando bajo la parra del patio de la casa de la abuela. Tras sus gestos prepotentes escondía un corazón generoso y una tierna ingenuidad. Tenía salero y un ímpetu contagiante que la hacían una presa codiciada por los caballeros de la época a quienes trataba con cierta arrogancia.

Un inmigrante español, que doblaba su edad, fue el afortunado que conquistó el corazón de la indomable Chiquita. Por su origen castizo contaba con el beneplácito de la abuela, y aún más, su elocuencia para describir los olivares y otros negocios que decía tener en Salamanca, favorecían su ingreso en la familia.

El buen Paco era el presidente del Centro Castilla de Rosario, y encabezaba el ritual del entierro de la sardina, mientras la tía Chiquita bailaba la jota a su lado tocando las castañuelas. Pero el tiempo pasaba y noble español no daba el paso hacia el casamiento, y la tía, cercana a los treinta abriles, empezaba a oler a solterona. La abuela, y los hermanos varones que hicieron de padres para las mujeres de la familia, empezaron a mirar con desagrado al novio, conjeturando mil razones para que el hombre no consumara el matrimonio.

La presión se incrementó al grado que Chiquita explotó contra Paco y lo expulsó de la casa a los gritos.

– ¡Te mandás a mudar! ¡Y que te pise un tranvía! – profirió furiosa.

Cuenta la leyenda que el maleficio tuvo éxito, y en la esquina, Paco fue arrollado por un tranvía. Hasta el fin de sus días cargó impedimentos de movilidad como secuelas del accidente.

Las brasas del amor se reavivaron después de la muerte de la abuela. Y a pesar de la desaprobación de todos los hermanos, y haciendo frente a todos los prejuicios sociales, la tía empacó sus maletas y se fue a vivir con Paco, sin la bendición de Dios ni la de los hombres.

Con desparpajo y soberbia, Chiquita se pasó a la sociedad, a la familia, a la Iglesia y al Estado por el Arco del Triunfo.

Para mi madre fue un golpe de traición. ¡Su hermana, su única hermana vivía en concubinato!, y el culpable era aquel embustero que la tenía cautivada. Al principio, el cisma fue tajante, pero poco a poco, y ante la consumación de los hechos, los hermanos aceptaron la situación y visitaban a la pareja en su propia casa.

Sobre la mesa había manjares ibéricos traídos por viejos amigos de Paco de ultramar, que todos disfrutábamos, mientras en el viejo tocadiscos sonaba Manolo Escobar cantando el Porompopero. La vieja casa era un museo de piezas españolas entre las que destacaban las banderillas, la bota de vino, las castañuelas, las mantillas y álbum de fotos amarillentas de baturros con boinas vascas que nadie conocía. Chiquita besaba feliz a su Paco, su cielo, al que cuidaba con esmero y sacrificio, ya que la parcial inmovilidad que sufría debido al accidente, demandaba atención especial.

Pero, ¿por qué no se casaban y arreglaban su situación legal? ¿Por qué mantenían a la familia en el bochorno social? Para ese gran interrogante surgieron todo tipo de explicaciones: que era casado en España, que su mamá era muy posesiva, que sus documentos eran falsos, que por egoísta no quería legarle los bienes a Chiquita. El alegato preferido de mi madre era la impotencia sexual, lo que le permitía mantener la ilusión de la pureza de su hermana menor.

Lo cierto es que un buen día, después de más de veinte años de convivencia, anunciaron la boda. Chiquita estaba feliz e ilusionada como una jovencita, mientras mi madre buscaba mantener en secreto el evento y amenazaba a mi primo con romperle el culo a patadas si ponía latas vacías al coche de los recién casados. El alivio llegó al alma de mi madre, no tanto por cuestiones morales, sino por la seguridad jurídica de Chiquita.

La salud de Paco se deterioró gradualmente, y con su muerte, la esposa entró en un oscuro período de profunda tristeza, que se agudizó cuando fue estafada por una parienta cercana que abusó de su ingenuidad y de su buen corazón.

Con la ayuda de sus hermanos logró la recuperación emocional y física.

En alguno de mis regresos a Buenos Aires fui por ella a la estación Retiro. Caminaba con ese garbo de antaño, torciendo la boca con desdén para ocultar la ternura. Me apretó contra su pecho, tan firme como siempre.

– ¡Qué decís, mi leona mexicana! – me dijo a modo de efusivo saludo.

– ¡Tía, qué bien te ves! Ese brillo sólo lo logran dos cosas: el amor y la buena vida.

– Y…, sí – me dijo insolente, dejándome sin habla.

Después de varios años de sana viudez, Angelito había llegado a su vida. Un novio jubilado con el que iba al cine, a comer a los restaurantes de tenedor libre, y a bailar al centro de jubilados paso doble, tango, y por qué no, alguna cumbia.

Mi progenitora puso el grito en el cielo.

– ¡Pero cómo se le ocurre, a su edad haciendo el ridículo! – vociferó mi madre.

– Vieja, a vos te hace falta lo mismo – le contesté divertida, con la certeza de que me iba a mandar a la mierda, y así lo hizo, mientras yo me doblaba con cada carcajada.

Chiquita y Angelito viven juntos hace años. Según cuenta mi madre, cuando el volcán estalla, Angelito se va de la casa por unos días, y regresa pronto, con unas flores, una pizza y pidiendo disculpas por errores que no cometió, pero sabe que así calma a la fiera. Es un hombre bueno, y adora a la leona, quien a pesar de sus arranques violentos, tiene un interior dulce, sencillo, amable.

Chiquita es un patrón para quien quiera ser feliz. Le importó absolutamente un carajo lo que gente pensara, siempre hizo lo que le dio la gana. Irreverente e impulsiva le partió la cara a puñetazos a la vida, cuando algo no salía como quería.

Por esa garra, por ese ímpetu, por esa fortaleza que la hizo impermeable a los comentarios y al que dirán, es un ejemplo. Su vida y sus decisiones jamás perjudicaron a nadie que no fuera ella misma.

Estoy convencida de que no intentaba romper paradigmas, no era una rebelde por vocación. Sólo caminaba con paso firme hacia lo que consideraba su felicidad, y no era consciente del revuelo que generaba a su alrededor.

Hace unos días le pregunté a mi madre si se realizaría la boda entre Chiquita y Angelito, a lo que contestó simplemente:
– Que yo sepa no se casa. Además, ¿para qué se van a casar, si están bien así?

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