Opinión Nacional

Fortunata y Jacinto

1.-
Llevaba diecisiete meses sin trabajo cuando llamaron del canal estatal:
—El Number One nos mandó a su jeva con una tarjeta de recomendación. Puño y letra, caballo. Enfática la vaina––dijo el gerente de “Dramáticos”.

Yo conocía a la mujer. Los del canal pensaron que quedarían muy bien metiéndola en la nómina de escritores.

La invitaron a almorzar, le hicieron firmar un contrato tipo “A” y se olvidaron de ella. Pero tres semanas después de la toma de posesión, el gerente general recibió una llamada del mismísimo Number One: “Chico, te estoy llamando para informarme de cómo va el proyecto de Elena.”
Fue la primera noticia que tuvieron de que Elena abrigase algún designio distinto a cobrar un cheque cada fin de mes. “Está muy entusiasmada– le dijo Number One a Rubín–. Ayúdenla con todos los hierros.

—¿Y qué la tiene entusiasmada?–pregunté.

—Una adaptación de “Fortunata y Jacinto”– anunció Rubín. No me pareció prudente corregir en ese momento al tipo que me estaba ofreciendo empleo.

—Se propone es una “lectura latinoamericana” de Pérez Galdós–precisó la sorna de Farina–. En Venezuela, época actual. Para no inflar los costos.

El problema estaba en que Elena jamás había escrito un libreto de telenovela. Durante años había sido actriz de reparto pero jamás libretista. Habían pasado ya dos meses y todavía no entregaba el primer episodio de su lectura latinoamericana de Pérez Galdós.

Los gerentes temían que con tanta dilación nunca pudiesen arrancar y que, al ver frustrado su proyecto, ella se quejase pérfidamente con el Number One y acabasen todos despedidos. Esperaban que yo aceptara convertirme en escritor fantasma de Elena. Firmé un contrato tipo “B”, como dialoguista –ocho meses renovables– y tomamos un par de whiskies mientras me agenciaban el cheque con el adelanto que sugerí, que supliqué. Cobré el cheque y me fui derecho a un automercado. Mientras recorría los pasillos del automercado caí en cuenta de que yo no había leído nunca “Fortunata y Jacinta”. Pensé también en Elena.

2.-
A comienzos de los años setenta Elena vino al Festival de Teatro de Caracas con una compañía universitaria argentina. Cuando arreciaron las matanzas de la dictadura, decidió no regresar a su país. De aquella época databa su liason con el ahora Presidente de la República. Number One, por entonces un diputado al congreso, se prendó de ella al verla en “Ifigenia en Macondo”, obra colectiva y premio especial del público.

Era un montaje populoso, mostrenco, estentóreamente “ de izquierda” en el que, cada cierto trecho, Elena declamaba, con el torso desnudo, fragmentos de Eurípides, Pablo Neruda, Roque Dalton, Susana Bombal, Rodolfo Walsh, Jorge Zalamea, César Vallejo y Gabriel García Márquez. Tan pronto llegué a casa, le dí un telefonazo..

—Soy feliz, querido–me dijo—. Ahora sí estamos completos.

Quedamos en vernos en su casa esa misma noche.

La Ifigenia que vino a abrirme la puerta del apartamento en Colinas de Bello Monte llevaba el cabello muy corto y donde no había encanecido se estaba quedando calva. No llegaba a los cuarenta, pero los pliegues de la piel del cuello, el cuero cabelludo entrevisto bajo una pelusa cenicienta, la delgadez, el mantillo pardo que empañaba sus mejillas, la exoftalmia, los lentes, todo acentuaba un parecido con el proverbial pichón de alcatraz. Vestía jeans y una sudadera. Un faldero frenético ladraba encerrado en el lavadero. Al verla sonriente en el marco de la puerta, con un ron añejo en las rocas en una mano y un cigarrillo humeante en la otra, comprendí que aquella iba a ser una noche muy larga.

Estaba sumamente bebida. Me sirvió un trago y al rato estaba ya contándome cómo fue que, años atrás, la despidieron de la televisión comercial “por vieja, ¿viste?.” Mientras hablaba, ejecutó diestramente el ejercicio de topología recreativa que consiste en quitarse el brassiere sin sacarse la sudadera.

Arrojó lejos el brassiere y se alzó la sudadera. Me preguntó si su busto, intocado por el bisturí, no era todavía el mismo que pasmó a quienes en 1973 vimos “Ifigenia en Macondo”. No esperó mi veredicto, no alcancé a dárselo, o mejor dicho, no tuve que dárselo porque, bajando de golpe la sudadera, entró al fin en materia:
—¡Ay, amigo!–exclamó, desazonada–,¿porqué carajo me dio por versionar ‘Fortunata y Jacinto’?
En el transcurso de la noche, y al igual que Rubín, también ella había dicho en varias ocasiones “Jacinto” en lugar de “Jacinta”. Esta vez cedí al impulso corrector:
—Jacinta, Elena. Querrás decir Jacinta.

Mi miró, confundida y ultrajada.

—La novela de Galdós se llama “Fortunata y Jacinta”–insistí, cuidando de no sonar sabihondo ni patriarcal.

Como exasperada por una discusión majadera y dispuesta a zanjarla, Elena salió del recibidor pisando fuerte sólo para regresar, minutos más tarde, al paso lento y la actitud ausente que la convención teatral espera del personaje femenino que entra a escena absorto en la carta del desengaño y del adiós.

Traía consigo un volumen de obras selectas de don Benito. Pasó frente a mí sin mirarme, salió al balcón y le habló a la alta noche: “Fortunata y Jacinta, Fortunata y Jacinta”. Se estuvo allí un buen rato, el rostro alzado al cielo de Caracas, repitiendo “Fortunata y Jacinta” como una jaculatoria. Al cabo, regresó a la sala, se sentó en el brazo de un sofá.

“!Qué boluda–exhaló entonces, muy quedo–, qué boluda que soy!”, y cubriéndose el rostro con las obras selectas de don Benito se echó a llorar.

Desde la noche misma en que el Concejo Supremo Electoral lo declaró presidente electo, Elena había llamado al Number One lo menos diez veces diarias, y aunque sus amores habían terminado muy mal– “ese hijo de puta me hizo abortar dos veces”– y habían pasado muchos años sin verse, Elena no cejó hasta lograr de él una audiencia en palacio. “Tengo un proyecto del que me urge hablarle”, mentía a las secretarias.

La recibió al fin uno de sus edecanes que le entregó, ya firmada, la tarjeta de recomendación que tanto había impresionado a Rubín. Number One no quiso saludarla siquiera. Todo esto era algo que, obviamente, Rubín y Farina ignoraban por completo. Por eso almorzaron con ella en “La Bastille” e hicieron una larguísima sobremesa con quien–eso pensaban–todavía dormía, si no todas, al menos algunas noches al año con el ciudadano presidente.

Zalameros, la instaron a contarle sus deseos. Esperaban que ella pidiese un papel concebido a su medida en la telenovela estelar, pero ella no quiso dejarles ver que era una impecune desempleada . Era una oportunidad que agradecía, les dijo, pero “con este acento argentino no salgo de villana en este país”. Como guionista, en cambio, estaba segura de no defraudarlos.

Tenía una idea de un millón de dólares para una telenovela “de ruptura”, un culebrón con comentario social, un producto de exportación superior a cualquier serie brasileña.

“Estaba contenta–me dijo–, ¿qué querés que te diga?: un laburo es un laburo. Los tipos meta whisky, meta ‘sirloin steak’, meta Rioja, qué sé yo. Cuando me preguntaron qué tenía pensado escribir me dio manija el pasado que vuelve y les solté el nombre de lo único en que me ha ido bien: ‘Ifigenia en Macondo’. Les gustó como sonaba, pero cuando supieron que el texto era una colcha de retazos dijeron que los derechos de autor podían ser un problema. Si pudiese darles algo que fuese del dominio público sería más fácil, dijeron. Sería un duende el que me lo sopló, lo cierto es que dije: ‘Fortunata y Jacinto’, de Pérez Galdós.”
A Farina y Rubín el título les hizo pensar en una comedia de situaciones conyugales en ambiente popular, algo como •”Casos y Cosas de Casa”, ideal para los segmentos “C”, “D” y “E” de la teleaudiencia. Le dijeron: ”suena del carajo, Elena, tremenda idea.”
Armado de información privilegiada–Elena no era la amante del presidente ni de nadie–fui a ver a Rubín al día siguiente.

—Costó trabajo, pero la convencí de que “Fortunata y Jacinto” es superior a sus capacidades–le dije–.Yo mismo haré la adaptación. Number One no debe saber nunca de este enroque.

—No hay problema, panal.

—Entonces dale a ella el contrato tipo “B”, renovable, y cuélame a mí en nómina con todos los beneficios. Esta serie tiene que durar un quinquenio constitucional, querido amigo.

—No hay problema.

Llegué a escribir sólo un episodio de “Fortunata y Jacinto” que nunca salió al aire porque, seis semanas más tarde, a Rubín y Farina se los cargó un escándalo de corrupción en la compra de material enlatado.

Elena y yo navegamos durante cinco años sigilosos con el periscopio muy abajo, sin ser detectados ni desincorporados de la nómina. Ella alcanzó a juntar sin dar golpe lo bastante para comprarse un pisito en San Telmo y regresar a Buenos Aires. Yo me quito el sombrero que no tengo cada vez que paso por la plaza Pérez Galdós de Caracas porque aquel fue el único negocio que he hecho en la vida. No he leído el libro todavía, pero compré en Internet el DVD con la versión de 1969 en que Emma Penella es Fortunata y Diana Orfei es Jacinta. Me parece tremenda historia, con mucho potencial.

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