Opinión Nacional

Golpista y terrorista

Un cuatro de febrero en la madrugada me despertó un amigo. Muy alterado, me dijo que había un alzamiento militar. Corrían los tiempos de la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez y el país reventaba de impaciencia por echarlo del poder, a pesar de que no hacía mucho había sido elegido por una gran mayoría de los electores, y sobre todo por la gente pobre, donde su verborrea demagógica era recibida con el entusiasmo efervescente que sólo sienten las masas incultas, empobrecidas de pan y de raciocinio.

En la televisión se veía todo un cuadro de guerra; tanquetas arremetiendo contra las rejas de Miraflores. Soldados paracaidistas agazapados detrás del vehículo blindado, disparando fusiles contra sus iguales que defendían la plaza. Aviones Bronco sobrevolando la capital de la República y uno de ellos mordiendo el polvo de la derrota, derribado en pleno aeropuerto de La Carlota. Otro comando intentaba, con fuego de fusilería, disparando a discreción, tomar por asalto la residencia presidencial de La Casona. De repente todo cesó como cuando cesa el ruido del radio al que se le desenchufa de la electricidad. Acto seguido apareció un demacrado oficial ante las cámaras, en el propio palacio que sus hombres momentos antes intentaron penetrar, rodeado por altos oficiales castrenses que recién lo habían recibido en rendición incondicional. Dijo que “por ahora” la insurrección había fracasado, conminando a los otros complotados a que se entregaran, diciendo que él asumía la responsabilidad. Era el teniente coronel Hugo Chávez Frías, comandante de ese fallida intentona golpista.

El saldo de la aventura fue terrible. Treinta y siete muertos, casi todos efectivos de nuestra Fuerza Armada Nacional, de ambos bandos, sangre de soldados de nuestro Ejército derramada en un intento de golpe de Estado, cruento y con el típico sello de la nocturnidad en el que se cobija el crimen.

Años atrás el jefe golpista había jurado “ante Dios y la Patria” que defendería la Constitución y la Leyes, y a cambio de ese juramento recibió la condición de Oficial del Ejército, y con ella, armas y comando para cumplir y hacer cumplir ese juramento.

El Golpista convicto y confeso fue reducido a prisión, que según las leyes traicionadas por él, debería extenderse hasta por treinta años, pero un gobierno democrático, presidido por el doctor Rafael Caldera, en acto que todavía se critica, lo perdonó. No llegó a pagar tres años, y con eso pretende haber perdido la condición que hoy furibundamente le imputa a otros. De modo que Hugo Chávez, por organizar y ejecutar un golpe de Estado, frustrado pero sangriento, aquel 4-F ‘92 asumió la condición criminal de golpista, y la llevará por siempre. El homicida que paga su condena, no por ello deja de ser homicida.

Ahora ha tenido la audacia de ir a la ONU a burlarse de ella, haciendo mofa del propósito de aquella sesión de dirigentes del mundo preocupados por la cercanía de un conflicto bélico con Irak. Y de puro abuso, excediéndose en mucho del tiempo que se le dio para hablar, evadiendo referirse al tema de la Asamblea, se puso a igualar terrorismo con golpismo, con el avieso propósito de buscar respaldo mundial a sus patrañas. Aquí, cuando lo invade la euforia, saluda a sus seguidores con un santo y seña que inventó en recuerdo de su “hazaña”: Con el puño golpea la palma de su otra mano, ¡Golpe! ¡Golpe! ¡Golpe!, repite así, una y otra vez con ese lenguaje gestual que le celebran y repiten sus adoradores tira bombas, apaleadores de periodistas, pistoleros de Llaguno, malandros con prontuario, y toda clase de bichos que nutren su enfermizo ego.

Nunca se vio a ningún dirigente comunista hablando en foros internacionales a favor de la guerra. La practicaban. Mataban y sojuzgaban. Pero siempre hablaban de la paz. Era una táctica conocida. El lobo, queriendo comerse al rebaño, berrea como una oveja. La paz fue caballito de Troya de Stalin, de Krushov, de Mao Tse Tung, de Pol Pot, de Milosevich, y de tantos otros asesinos masivos que ha padecido y padece la humanidad. Ahora quedan por ahí Fidel Castro y Saddam Hussein, hablando de paz mientras ejercen la guerra. Esa es la línea de Chávez: Guerra contra todos pero con la paz en la boca. Tiene aprendida la lección y por eso, taimadamente, cuando los periodistas incesantemente le preguntaban en Nueva York sobre la inminente confrontación con Irak, él evadía hablando de la paz. Cree que esa pequeña viveza le permitirá ocultar sus simpatías, y más que eso, su alianza, con esa amenaza para la paz del mundo que es Hussein, a quien vimos no hace tanto en franca camaradería, montado en un Mercedes Benz, al lado de Hugo Chávez, sonriente allá en Bagdad. O acaso cree que no quedó al descubierto cuando, recién ocurrido el mayor acto terrorista de la historia, el del 11 de Septiembre en Nueva York, dijo en cadena de radio y televisión que condenaba la guerra que mataba a niños en Afganistán, para disparar así por mampuesto contra los Estados Unidos, enarbolando falsa e hipócritamente la bandera de la paz que tantas veces ha manchado de excremento y de sangre.

Chávez es golpista y es terrorista, no por esa identificación que él planteó de ambos términos, sino porque su condición de golpista está escrita con sangre en el suelo que circunda Miraflores, La Carlota y La Casona, y su condición de terrorista además la sufrimos todos los días los venezolanos acosados por ese ejército para-policial y para-militar que ha conformado para matar, atropellar, reprimir y amedrentar agrupado en círculos violentos que le hacen el trabajo sin comprometer a los organismos regulares. Esa condición de terrorista, repito, está refrendada por los muchos episodios que se han sucedido por su relación con la guerrilla colombiana, con Montesinos, en Perú; con agentes de la ETA y del IRA, con Fidel Castro, y en fin, con todo ese entramado infernal, especie de internacional del crimen.

Chávez traicionó a Dios y a la Patria cuando juró defenderla con aquellas armas que se le entregaron, y que al poco tiempo utilizó tratando de derrocar a un gobierno legítimamente constituido. Es un golpista que está escupiendo pa’rriba.

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