Opinión Nacional

Guapos y guapetones

La psicología es quizá el área del conocimiento humano que mejor se presta para la incursión por asalto de toda suerte de empirismos. Es difícil aunque no imposible ni infrecuente que alguien se atreva, sin tener los conocimientos profesionales necesarios, a terciar en una discusión sobre ingeniería, arquitectura, medicina, física cuántica, biología marina y otras disciplinas que requieren de alta especialización. Quien incurra en el despropósito de opinar sobre estas cosas sin conocimiento de causa corre el riesgo de ser rápidamente desenmascarado como un aventurero irresponsable, lo que en nuestro léxico cotidiano conocemos como un solemne hablador de pendejadas. Pero con la psicología es distinto, todos tenemos un psicólogo dormido en nuestro yo interior que sale a flote cuando dos o más personas se reúnen para hablar de alguien que, por lo general, está ausente. Estas sesiones de psicología de botiquín o de salón de té o de peluquería generalmente se inician con un comentario adverso a esa persona no presente: Fulanito es un patán, dice alguien. Es probable que otro asienta pero surge un tercero que echa mano de su psicologismo y comienza a buscarle explicaciones a la patanería del fulano. Que pobrecito, que si la culpa fue del papá que era un palurdo cargado de real pero sin clase, que si fue la mamá que lo mimó demasiado y no lo corregía, que si la vida lo ha tratado muy duro. Por lo general la persona que había sentenciado tan drásticamente al sujeto de la chismografía se siente un poco apenada y accede a incursionar también en el campo del análisis psico social para entender mejor porque el tipo es un patán. Demás está decir que, como suele ocurrir con la otra psicología, la académica, nadie es culpable de nada. Siempre las responsabilidades recaerán sobre los padres, la sociedad, la escuela, el medio ambiente, el entorno familiar, etc.etc.

Más de una vez hemos oído a esos psicólogos vocacionales que pululan como moscas, tratando de explicar el discurso de Chávez como un caso irredimible de resentimiento social. Los anatemas contra los ricos, la oligarquía y los empresarios dan pie para despachar el asunto con facilidad. Y uno que no tiene porque ser menos en cuanto a psicologizar a sus congéneres, se pregunta: ¿Resentimiento social por qué? Ya quisieran muchos venezolanos que nacieron y crecieron en condiciones similares haber alcanzado en su vida la mitad de lo que Chávez ha logrado en menos de medio siglo de existencia: educación gratuita, carrera militar idem, impunidad ante el delito y de allí el salto al estrellato sin que sus fracasos hayan hecho mella alguna en la coronación de sus ambiciones. Creo que uno tendría que buscar otras explicaciones para ese espíritu permanentemente pendenciero y jaquetón. Mi mente se retrotrae a la edad escolar, tiempo sin violencia televisada, apenas las películas de vaqueros que veíamos seriadas en los cines de barrio y películas de guerra. Eran tan predecibles que antes de que apareciera el león de la Metro rugiendo ya uno sabía que ganarían los buenos. Los malos que siempre ganaban estaban allí en la escuela, eran los guapetones que se ponían una pajita, papelito o lo que fuera en el hombro y retaban cada día a un muchacho distinto por cualquier causa: me miraste feo, dame tu merienda, me tropezaste. En mi escuela, como precursora de los más virulentos feminismos, había también una guapetona que calcaba la conducta de aquellos machitos en ciernes. Yo le tenía terror como se lo he tenido siempre a toda forma de violencia y como era mi vecina, no me parecía suficiente ninguna manera de congraciarme con ella para evitar que algún día retara a esa gordita que era yo a quien, además de los dulces, lo que le gustaba era leer en la biblioteca de la escuela y cantar en el coro. Por suerte nunca tuve que enfrentarme a ella. Pero a diario me tocaba presenciar con rabia como el machito más guapetón de la escuela abusaba de los más débiles. Hasta que un día ocurrió algo así como en la película La Venganza de los Nerds: un muchachito enclenque, con anteojitos de carey que era la víctima predilecta del susodicho, se hartó y de un solo puñetazo le partió la nariz y lo dejó desmayado en el suelo. Más de veinte compañeros cargaron en hombros a ese pequeño héroe y el guapetón nunca volvió a la escuela.

Pues si, queridos lectores, por allí por lo del guapetón (que no es lo mismo que guapo como ha quedado demostrado con la narración anterior) va la cosa. ¡Aquí mando yo! ¡ Al que no le guste que se aguante! ¡Dónde ronca tigre no hay burro con reumatismo! ¡Al que no esté con la revolución, es decir al que no me obedezca, lo bajo del autobús! Uno se pregunta a qué vienen ese permanente y estentóreo recordatorio de dónde está el poder, esa exhibición cotidiana de fuerza y no queda más remedio que remitirse a los mecanismos para ocultar o disfrazar la inseguridad y a la falta de confianza en sí mismo, que la psicología define muy bien y que generalmente es propia de personas inmaduras y con baja autoestima. Es lo que la otra psicología, la popular, resume en el refrán: “Dime de qué alardeas y te diré de qué careces”. ¿Pero quedan guapos de verdad en esta hora de revolucionarios arrodillados y de levantamanos sin rostro? Parece que la conducta del Alcalde Mayor Alfredo Peña, de la Defensora del Pueblo, Dilia Parra y de su segundo a bordo, Juan Navarrete permite calificarlos como tales. Se me parecen al muchachito enclenque de mis recuerdos escolares.

Fundado hace 28 años, Analitica.com es el primer medio digital creado en Venezuela. Tu aporte voluntario es fundamental para que continuemos creciendo e informando. ¡Contamos contigo!
Contribuir

Publicaciones relacionadas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba