Opinión Nacional

Huecos y ausentes

Después del 23 de Enero de 1958 algunas cosas empezaron a cambiar. Y para bien. Luego de la luminosa fecha resultó que en este país, con todo el júbilo incrustado en el alma, los venezolanos iniciaron su encuentro con la democracia, sistema político que sin lugar a dudas ha sido una de las más grandes invenciones del género humano, aún bajo los parches y remiendos que siempre ha lucido y posiblemente lucirá. Lo sucedido ahí fracturó de un tajo nuestra historia, cuestión que ocasionó “ipso facto” un antes y un después… un pasado lamentable y un futuro por construir.

Para nadie es un secreto la terrible situación que, bajo cualquier óptica, se vivió en tiempos de la dictadura, lo cual corrobora el hecho de que en sus postrimerías anidó la hoy en día tan manoseada e inexistente palabreja: “revolución”. Vencer buena parte de una realidad absolutamente catastrófica (la realidad del autoritarismo, de la cero inversión privada, del cotidiano abuso de poder…) es en verdad admirable, y hay que hacer énfasis en que, sin lugar a discusiones, lo ocurrido fue un trabajo de muchos respaldado por un hacer, por un construir, por una búsqueda unificadora de todo cuanto produjera la necesaria solidez para salir adelante, aunque más allá, en el camino, se desvirtuaran valores. Frente a estos logros, pues hay que aceptar el carácter revolucionario de aquellos momentos.

A veces, entre bostezo y bostezo mientras las horas “encadenadas” avanzan, mientras nos consumen los infinitos chasquidos de las lenguas oficiales, mientras salgo a la calle y veo cómo todo se mantiene en el piso, suelo distraerme imaginando cuánto desearán algunos trasnochados de Febrero parecerse, por ejemplo, a quienes patearon a Pérez Jiménez; cuánto tiempo invertirán adivinando cómo se propician y construyen cambios, esos que sí originó nuestra espoleada democracia especialmente en sus primeros lustros. ¿Acaso ellos han producido alguno? ¿Acaso no son en su quehacer más adecos que el mismo Lusinchi, lo que es ya mucho decir? ¿Acaso ha habido un ápice de transformación en toda esta podredumbre?

Dicen los entendidos que la palabra, el verbo, posee un mágico poder de encantamiento: la ilusión radica en que nombrando las cosas se crea la sensación de poseerlas. Si verbalizamos una idea, ésta nos pertenecerá para siempre, con lo que de este modo nos engañaremos creyéndola en nuestro poder, ya realizada. “Al principio fue el verbo”, afirma no sin razón el texto bíblico. He ahí la trampa, la ficción que este circo político llamado chavismo vende a sus espectadores. He ahí, quizás, la explicación para tanto blablismo ramplón y fastidioso.

El estamento oficial pretende hacernos tragar grueso. La bicoca de una mentira tan grande como un campo de fútbol anda que si nos descuidamos nos aplasta, y su único sostén, para colmo de risotadas y tercermundismo, abreva en la posibilidad de borrar de un plumazo nada menos que la corriente de la historia: del 58 para acá todo es basura, estercolero puro, nada más que cuatro cupulares décadas malolientes y putrefatas que un puñado de bandidos utilizó para enriquecerse y empobrecernos. Hasta que se atravesó, no faltaba más, Febrero del 92. ¡Menuda fantasía! ¡Qué cuadro febril tan pavoroso! Un pueblo sin memoria, ya lo sabemos, es incapaz de mirarse a sí mismo, es incapaz de mirarse, por ejemplo, en un espejo, y no se toma la molestia de hacerlo simplemente porque es imposible que se reconozca en él. No hay que olvidar que la memoria (esto siempre ha sido así) se presenta como la única culpable de la conciencia del Yo. Sin ella no somos. Y agregaría que por este camino, para males peores, sin ella no vamos siendo.

Las luces del pasado, la fuerza de unos hombres movidos por otros ideales, convicciones y anhelos anda lejos. Junto con un madrugonazo y su posterior resaca, no se vislumbran sino sombras de una pobre revolución fraudulenta, vientos oscuros de transformaciones que no son.

¿Qué cómo vamos “avanzando”? Pues nada, huecos y ausentes, respondió el otro.

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