Opinión Nacional

Instituciones y Competitividad

Cierta costumbre conformista señala que toda comparación es odiosa, por más humana y natural que ella sea. Y decimos conformista, porque cuando se habla de niveles de desarrollo, crecimiento económico o calidad de vida, el abismo en que devienen las diferencias observadas, pueden tomarse no como el estímulo necesario para emularlas y superarlas, sino en un empujón al pesimismo desesperanzado que descarta cualquier intento de mejoría.

El conformismo puede también convertirse en descarnada frustración, al constatar que el esfuerzo individual y comprometido que se realiza desde una posición de trabajo, estudio u oficio, no es suficiente ante el despilfarro, la ignorancia y la ineficiencia en la gerencia de lo público, y de los recursos económicos, fiscales, naturales y productivos de la nación.

Tal es la sensación que invade nuestro ánimo al leer los resultados del Ranking de Competitividad Global 2002 presentado por el Centro para el Desarrollo Internacional de la Universidad de Harvard y el Foro Económico Mundial, en el cual Venezuela ocupa el puesto 61 de una lista de 75 países analizados, no porque dicho lugar constituya una noticia inesperada, sino más bien por la agudización de las variables económicas y sociales actuales que podrían depararnos posiciones aún más subterráneas y devastadoras que las que exhibimos actualmente en dicho ranking.

La moda diseñadora de listas, rankings y otras enumeraciones exclusivas o selectas en diversos terrenos del quehacer humano, más allá de lo odioso o detestable que pudieran éstas ser para muchos, es sin duda una lógica pieza de la valija global y posmoderna que postula y defiende a la competitividad, como valor o paradigma necesario para lograr el crecimiento económico y la salud social de las naciones.

La comparación del desempeño entre personas trabajadores, deportistas, empresas o países, es por tanto un paso necesario para determinar una posición de mayor o menor competitividad, siempre en relación a otro u otros.

De acuerdo al estudio, Venezuela se encuentra en el rango promedio de la región en los indicadores que registran el ambiente macroeconómico y de la tecnología. Sin embargo, la calificación es pobre en lo que a instituciones públicas se refiere. (El Nacional, 21-7-02).

Al profundizar en las cifras que explican el lugar del país en la lista, se observan calificaciones postreras en aspectos como “Neutralidad del funcionario público para otorgar contratos” (61); “Independencia del Poder Judicial” (75); “Protección de bienes y riquezas por Ley” (65) y “Sobornos para evadir pagos fiscales” (64).

Hechos recientes como la liberación de los pistoleros del Puente Llaguno, el recrudecimiento de la inseguridad y los secuestros, las invasiones a la propiedad privada, el caso del FIEM, entre otros, son algunas de las palpables evidencias que reflejan, sin la frialdad de los números, lo detectado en el citado Informe en relación a la debilidad institucional del país.

La creciente oleada de críticas a las concepciones y posturas manejadas durante años por los principales organismos motores de los ajustes macroeconómicos en el orbe, como el FMI y el BM, en torno al recetario neoliberal como requisito indispensable para el crecimiento económico, ha generado un debate interesante, a la luz de las experiencias negativas en la aplicación de éstas medidas, en ámbitos académicos, políticos y financieros sobre el rol de las características institucionales y socio-culturales de cada país como factores que pueden influir en mayor medida, que el literal cumplimiento de las crudas prescripciones macroeconómicas de los entes multilaterales.

La posición de Venezuela en el concierto económico mundial seguirá relegada a lugares subterráneos e imperceptibles, mientras no exista una política clara, estratégica y que responda a las nuevas realidad geoestratégicas, económicas y productivas del mundo, y mientras nuestras instituciones sigan secuestradas por el fanatismo y el autismo pseudorevolucionario y trasnochado de caudillos disfrazados de redentores populistas, ignorantes de que su praxis económicas es precisamente aquello que su discurso abomina.

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