Opinión Nacional

José María Vargas (1786-1854). El primer civilizador de Venezuela

 Por parte de padre era miembro de la familia Vargas Ma­chuca, con una ilustre parentela en Madrid. El 11 de julio de 1803, a los diecisiete años, se graduó de Bachiller en Filosofía en la Real y Pontificia Universidad de Caracas, que cinco años más tarde le confirió los títulos de Bachiller, Licenciado y Doctor en Medicina, con Bonete y Libro, flautas y clarines, trompetas y tambores, zarandas y chirimíes, como mandaba la costumbre. Al término de la distancia se estableció como Médico Cirujano en Cumaná, en donde se rela­cionó con los Sucre y el resto de los patriotas que aceptaron el llamado que Caracas dio y formaron gobierno.

Vargas integró entonces el Su­premo Poder Legislativo de Cumaná. Viajó a Caracas en 1812 y allí lo sorprendió el terremoto del 26 de marzo. Se dedicó en cuerpo y alma a salvar heridos y a ayudar a la gente de La Guaira por varios días, hasta que volvió a Cumaná, de donde el bárbaro Francisco Javier Cervériz, llegado a Venezuela al frente de una Compañía formada por presidiarios de Cádiz y asaltante él mismo, además de asesino, ordenó su prisión y su envío a las bóvedas de La Guaira, de donde fue rescatado por los patriotas en 1813, después de la Campaña Admirable. Dejó entonces a Venezuela y se fue a Edimburgo, en Escocia, a perfeccionar sus estudios. Luego de incorporarse al Real Colegio de Cirujanos de Londres, regresó a América a establecerse en Puerto Rico. A fines de 1825 volvió a Venezuela, ya terminada la guerra de independencia, y se incorporó a la Universidad como profesor de Anatomía, además de ejercer la profesión.

Durante su última visita a Caracas, en 1827, Simón Bolívar, aseso­rado por el doctor Vargas y José Rafael Revenga, ambos egresados de la Universidad de Caracas, promulgó un decreto fechado el 24 de junio en el que se organizó y se reorientó la institución como parte del sistema republicano, con lo que dejó de ser “Real y Pontificia Universidad de Caracas” para convertirse en lo que siempre ha sido desde entonces: la Universidad Central de Venezuela. El redactor de la mayor parte del Decreto fue el doctor José María Vargas, que por decisión de Simón Bolívar se convirtió en el primer Rector de la Universidad Central.

No mucho después, el Libertador designó al doctor Vargas su albacea para el cumplimiento del Testamento que dictó cuando se dio cuenta de que la muerte lo sacaría de su último refugio temporal, en San Pedro Alejandrino, cerca de Santa Marta, en diciembre de 1830.

En aquellos mismos días de confusión, fue fundador de la Sociedad Médica de Caracas, y, luego de la disolución de Colombia la Grande, que fue, tal como la muerte de Bolívar, en 1830. Vargas participó en el Congreso Constituyente y se negó sistemáticamente a votar cualquier resolución en la que se condenara de alguna manera a Bolívar. Fue uno de los fundadores de la “Sociedad Económica de Amigos del País” y su primer Director. Su fama creció de tal manera que cuando se iba a proceder a la elección del Presidente de la República para el segundo período después de la separación de Venezuela de la Gran Colombia (1835 a 1839), los civiles, y muy especial­mente los intelectuales, pensaron en él como posible civilizador de Venezuela. Y es que Venezuela, terminada la gue­rra, había quedado en manos de los caudillos militares, que en una guerra tan dura y tan cruel como la que tuvieron que padecer no pudieron aprender otra cosa, en general, que el uso de la fuerza.

Todos, o casi todos los que sobrevivieron, estaban en 1834 activos, pero no eran precisamente los más preparados para desarrollar una nación como la nuestra, arruinada y destrozada por el esfuerzo bélico que tuvo que soportar. Muchos de los civiles, en cambio, no participaron en el pro­ceso bélico, bien porque no fueron partidarios de separar América del poder español (los llamados godos) o porque su carácter no les per­mitía dedicarse a una actividad violenta, como fue el caso de Vargas, quien, sin embargo, era un hombre de personalidad recia y fuerte vo­luntad. Tanto, que muchísimo les costó convencerlo de que aceptara, para lo cual el argumento usado fue muy simple: era el único civil con suficiente prestigio y personalidad como para frenar las ambicio­nes de los militares que se sentían con derechos, y en cambio rechaza­ban a aquel civil que no militó en la cruenta guerra. Mucho insistió en que no estaba capacitado para manejar la república que querían que manejara y en que prefería trabajar por el país en el terreno de la educación. Cedió, y sabemos lo que pasó. Los hechos demostraron que tenía razón al no querer aceptar la postulación, las botas militares, insensibles, acostumbradas a pisar cabezas, eran demasiado fuertes y demasiado bárbaras, y los pies que las llenaban también eran demasiado bestiales. Y, por desgracia, Colombia la de Bolí­var, Miranda, Bolívar y Sucre, habían muerto.

A mediados de 1834 estaba claramente definido el panorama electoral: el general Carlos Soublette era el candidato de Páez y de buena parte de los antiguos godos; el ge­neral Santiago Mariño lo era de los antiguos combatientes de la inde­pendencia y de los liberales, que eran liberales pero tenían pensa­miento conservador, y más bien había que buscar su definición por el lado de la tenencia de la tierra, pues en su gran mayoría eran terrate­nientes (como Páez, que, sin embargo, apoyaba a Soublette); o habría que pensar en el origen geográfico, pues contaba con el apoyo de los Monagas y de buena parte de los caudillos orientales que en mayor o menor grado habían adversado a Bolívar; y el doctor José María Vargas aparecía en el panorama apoyado sobre todo por los comerciantes, que no querían que el país siguiera en ma­nos de los militares y buscaron a un civil, absolutamente civil, con mucho prestigio y que no hubiese tomado parte en la contienda por la independencia, de modo que pudiera ser más o menos imparcial. En cierta forma, en la candidatura de Vargas, un personaje absolutamente distinto a los caudillos militares de su tiempo, se conjugaba el absoluto deseo por la paz y un cierto apoyo a lo que significó el Bolívar de la última hora, que ya no era ni un caudillo tropical ni un liberal puro y se había enfrentado, por ejemplo, a la masonería. El caso es que la candidatura del doctor Vargas consiguió el apoyo de los civilistas, de los conservadores, de los bolivaristas y hasta de parte de los antiguos godos.

En resultado de las elecciones dio al doctor Vargas 103 electores, al general Carlos Soublette 45, al general Santiago Mariño 27, al licenciado Diego Bautista Urbaneja 10, al general Bartolomé Salom 10, al general Francisco Esteban Gómez 5, a Andrés Narvarte 1 y al gene­ral Tomás de Heres 1. Un hecho grave fue la anulación de los votos (en favor de Mariño) de Carúpano, que fue considerada como un atentado contra los orientales.

El 6 de febrero de 1834 el Congreso perfeccionó la elección del doctor Vargas, que el 9 (de febrero) recibió el mando de Andrés Narvarte, sustituto constitucional de Páez. Narvarte seguiría, además, como Vicepresidente por un par de años.

Desde el comienzo de su gestión, Vargas tuvo serios problemas. En abril, es decir, apenas dos meses después de haber asumido, tuvo en fuerte enfrentamiento con el Congreso por un impuesto adicional decidido por los parlamentarios, que aunque eran en su mayoría liberales asumieron una posición conservadora, y que fue vetado por el ejecutivo, que aunque era conservador, asumió una posición liberal. Como resultado del enfrentamiento entre los poderes legislativo y ejecutivo, el presidente Vargas presentó su renuncia el 29 de abril, re­nuncia que no le fue aceptada.

Se dio entonces un curioso contubernio, en el que se mezclaron bolivaristas y antibolivaristas, pero militares todos, para organizar una revuelta armada contra el poder civil. El 8 de julio de 1834, cinco meses después de haber asumido la presidencia de la república, el doctor José María Vargas fue derrocado por aquellos antiguos combatientes de la independencia que no podían adaptarse a la paz, entre ellos el tal Pedro Carujo, que al arrestarlo le dijo Doctor Vargas, el mundo es de los valientes y Vargas, como si estuviera ante las cáma­ras de Cecil B. De Mille, respondió aquello de El mundo es del hom­bre justo, que tantas veces nos repitieron en la escuela para tratar de convencernos de que es así.

Vargas y Narvarte partieron hacia la isla de Saint Tho­mas en la tarde de ese mismo día en que había estallado aquella ex­traña “Revolución de las Reformas”. Santiago Mariño asumió el po­der como Jefe de Estado de facto, pero duró lo que brisa en mosquitero. Mandó a buscar a Páez, que estaba en uno de sus hatos del Llano, y le ofreció la jefatura del ejército, pero el llanero, lejos de aceptar, armó a sus peones y arremetió con­tra la capital, de la cual huyeron Mariño y los suyos a Puerto Cabello. Menos de tres semanas después el general Páez entró a Caracas. El 20 de agosto reasumió el doctor Vargas la presidencia, protegido por Páez como jefe de las Fuerzas Armadas. Pero la actitud conciliadora de Páez ante los alzados, en especial su indulto a José Tadeo Mona­gas en Pirital y a varios al­zados en Puerto Cabello al derrotarlos defi­nitivamente el 1º de marzo de 1836, fueron una nueva causa de conflicto entre los poderes públicos. Muchos congresantes pedían la pena de muerte para los alzados, en tanto que el doctor Vargas era partidario de castigos mucho menos severos. Un enfrentamiento entre Páez y Vargas llevó a éste a pre­sentar su renuncia irrevocable “por razones de salud”. Como había dicho Miranda en 1812, “Bochin­che, bochinche, esta gente no sabe hacer sino bochinche.” Narvarte, primero, y Carlos Soublette, elegido por el Congreso para concluir el período, sustituyeron en el mando que prácticamente no ejerció al ci­vil, civilizado y civilista doctor Vargas, un hombre sin ambiciones malsanas, deseoso de servir a su país, por lo cual pagó un precio absurdo.

Ya libre, se dedicó a la enseñanza, al estudio. Una de sus mayores satisfacciones fue el presidir la comisión que fue a Santa Marta a buscar los restos del Libertador para traerlos a Caracas, en 1842. Diez años y medio después se sintió enfermo y fue a buscar cu­ración en Nueva York. Regresó muerto. Le había dado a la humanidad los se­senta y ocho años de servicios y entrega, ese trece de junio de 1854 en que se encontró con su verdadera y única rival invencible, la muerte.

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