Opinión Nacional

Justicia mediática

Es difícil contradecir la idea generalizada de que el Estado tiene mucho que decir sobre la forma como la tradición ha administrado las concesiones del espacio radioeléctrico.

De hecho, lo viene haciendo desde hace décadas. Muchos sectores de la sociedad, algunos de ellos con sólidas reflexiones sobre el asunto, le han solicitado a ese mismo Estado que pasara de las palabras a la acción.

En relación con el espacio cedido a los concesionarios de televisión, especialmente a los más antiguos, se ha señalado hasta el cansancio la necesidad de corregir las prácticas que producen efectos de mayor perjuicio para los intereses del resto de la ciudadanía. Entre ellas las de la cartelización, un acuerdo nocturno para monopolizar la inversión publicitaria, para adelgazar los salarios de escritores, artistas y técnicos, y para comercializar internacionalmente sus producciones sin reconocer derechos de autor, royalties ni regalías.

En defensa de los espectadores se argumentó muchas veces que resultaba nociva la aplicación de obscenos arcaísmos de mercadotecnia, según los cuales los espectadores rechazan cualquier oferta de calidad y, por lo tanto, el núcleo general de la programación debe reforzar sus gustos por lo más primario, simplificador, feo y pornográfico. Al final, este círculo vicioso de contra-educación reciclada se orienta a mantener frenéticamente altos niveles de rating y consiguientes beneficios pecuniarios.

Otros argumentos señalan el creciente poder que estos concesionarios vienen ejerciendo sobre el sistema político. En una época, este poder se expresaba en fórmulas sofisticadas de chantaje a los protagonistas o líderes de la vida pública, política y cultural. Se administra la presencia en la pantalla de quienes sintonicen o no con los intereses del concesionario. En no pocos casos fueron censurados, excluidos de la pantalla, diputados, ministros, funcionarios y hasta presidentes.

Más recientemente y a medida que la vida de los beneficiarios de las concesiones se tornó más ambiciosa en el juego político, los canales fueron convertidos ora en bunker político ora en instrumentos de propaganda y reforzamiento de sus ideologías y proyectos de asalto al poder.

En cierta medida este fenómeno no es estrictamente doméstico y, con variaciones, afecta a las élites políticas y a muchos gobiernos del mundo entero.

Para atenuar estos efectos perversos en la gestión de las concesiones, la sociedad -a través de una gama muy amplia de espectadores y participantes académicos, políticos, profesionales, vecinales y culturales- ha formulado algunas propuestas y proyectos. Por lo menos un par de ellos han sido recogidos eventualmente por el Estado que, siempre en desventaja con los medios, se ha visto imposibilitado de ejecutarlos. Más recientemente su naturaleza se ha distorsionado por la voluntad de control político, desequilibrio y discriminación que anima a sus administradores.

Ninguno de aquellos proyectos, largamente meditados, estableció la suspensión de las concesiones existentes mediante un juicio sumario, y mucho menos sin que exista un proyecto alternativo verdaderamente participativo. En todo caso, suponían que los participantes del ambiente comunicacional, ya sea como concesionarios o como espectadores, debían estar amparados por la legalidad y por la justicia.

La medida anunciada por el presidente Chávez, que afecta una de las concesiones más antiguas, padece de flaquezas congénitas porque, en primer lugar, privilegia las razones de naturaleza política como orientadoras de la decisión y además, al descontextualizarla, deja sin resolver las grandes deudas culturales que el medio televisivo ˆprivado y gubernamental tiene con la sociedad.

Si la medida se toma sólo por razones políticas, provocará la movilización de todas las voces que defienden la democracia en el mundo entero, se demandará la apelación legal y serán enarboladas, en contra de la decisión, las garantías fundamentales y el derecho a la libertad de expresión. Ni siquiera a regañadientes la sociedad puede aceptar la sustitución de un cartel por otro, la sustitución de una ideología por otra, el silenciamiento forzado de la voz disidente.

Si la intención es, en cambio, hacer justicia a la voz de la sociedad para atenuar los efectos nocivos del sistema televisivo, los espectadores y operadores deberían ser dotados, primero que nada, de un verdadero Sistema de Televisión Pública insuflado de una doctrina incondicionalmente democrática, con un ente conductor elegido en votación directa o indirecta, donde se garantice la participación y la pluralidad. Tendría que ser ese sistema (y no el dedo de un funcionario tentado a invocar compulsivamente la siempre detestable Razón de Estado) el que acuerde con los concesionarios privados y con las televisoras públicas las normas antimonopólicas, el trato justo a creadores y técnicos, el cultivo de la calidad, la pluralidad y el apego a las leyes.

Todo en el ámbito de la más absoluta libertad de expresión.

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