Opinión Nacional

La banalidad del mal

Tomo prestado el título de una de las obras de Hanna Arendt, la más importante filósofa política de este siglo. El juicio de Adolf Eichmann realizado en Jerusalén le sirve de marco a la autora para explicarse y explicarnos cómo fue posible que amorosos padres de familia, excelentes vecinos, personas capaces hasta de enternecerse y preocuparse por la salud de su perro o su gato, hombres y mujeres que podían conmoverse hasta las lágrimas con la música o la poesía, hubiesen constituido la mas pavorosa y perversa maquinaria de exterminio en masa de seres humanos y participaran, muchos de ellos con sus propias manos, en asesinatos no solo de hombres y mujeres adultos sino tambien de niños tan tiernos e indefensos como ésos suyos que amaban. La mayoría del pueblo alemán asistió con absoluta indiferencia y hasta complacencia a ese genocidio planificado, mecanizado, sometido a horarios y a cifras como si se tratara de una industria cuya productividad dependía de la mayor precisión. Para que esto sucediera había que partir de la premisa de que aquellos seres a quienes se debía aniquilar cuando no servían para el trabajo esclavo, no eran humanos, ni siquiera animales que pudiesen generar algún sentimiento de piedad. El éxito de los propósitos genocidas del nazismo se debió a su capacidad para deshumanizar a determinados grupos por su origen étnico, religioso o su ideología política (judíos, gitanos, comunistas) y acto seguido, banalizar su sistemático exterminio hasta transformarlo en algo cotidiano, natural, en parte del paisaje o de la atmósfera, en una rutina como cepillarse los dientes. Y, cuando uno conoce los testimonios de las víctimas sobrevivientes de aquel infierno, lo único que alcanza a comprender como razón de su sobrevivencia, es que el ser humano puede llegar a soportar las mayores y más terribles degradaciones, humillaciones, vejámenes y privaciones, descender al subsuelo de lo infrahumano sin rendirse, solamente cuando le deja un resquicio a su esperanza.

No pocos críticos de Hugo Chávez han pretendido compararlo con Adolf Hitler, quizá porque el histrionismo y la oratoria inagotable, en ambos casos, dan pie para el facilismo de las comparaciones. Uno procura ser objetivo y concluye que salvo el mensaje de odio que persigue excluir de la condición de hijos de la patria, de venezolanos de bien, de ciudadanos íntegros y útiles a todos aquellos que no comulguen con sus ideas, no existe ninguna otra razón ni ideológica ni fáctica para esa exageración. Sin embargo, con todas las abismales diferencias entre uno y otro que van mucho más allá de las naturales entre un teutón y un llanero barinés, hay en Chávez una marcada tendencia a banalizar el mal, a pasarle por encima como si fuera la hoja caída de un árbol, a darle apenas una miradita de reojo y, a veces, una palmadita en el hombro. Hemos leído, visto y oído casi todas sus entrevistas del periplo que hizo por los distintos medios de comunicación. Las preguntas de rigor apuntaban a nuestros mas graves problemas: la inseguridad, el desempleo, el cierre o la salida del país de cientos de empresas, la lentitud en resolver el problema de Vargas. Para todo había una respuesta que lanzaba las culpas sobre los cuarenta años previos a su entronización y minimizaba las calamidades creadas por su propia gestión. A grandes problemas minúsculas soluciones, pareciera ser el lema ¿Miles de damnificados, muchos de ellos de la clase media que esperan por una respuesta oficial? Todo eso anda muy bien fíjense que hay unos muchachitos que están en el Liceo Militar Jaúregui, en La Grita y ya son tachirenses. Y hay otras familias que están sembrando chayotas en no se dónde y me encontré con unas señoras que me dijeron que estaban haciendo arepas en tal sitio y estaban muy felices. Y en cuanto a la delincuencia desatada, bueno hemos aumentado los cupos escolares y así nos aseguramos que esos niños no serán delincuentes. Evidentemente que todas ese recuento de magnas obras iba adornado con los floripondios de la revolución que no se detiene y que todo lo hace distinto y sin tachas.

Para ser además de objetivos, sinceros es necesario aceptar que no ha sido Chávez el primer Presidente en querer tapar el sol con un dedo, esa es una manía que ataca a todos cuantos alcanzan el poder y la mayoría lo hace hasta de buena fe. Creen de verdad que su obra es titánica, extraordinaria, trascendental. Sus ojos se vuelven potentes largavistas que maximizan sus ejecutorias y en cambio llegan al mayúsculo grado de miopía cuando se trata de los errores o fallas. Pero en Chávez esta inclinación natural a la infalibilidad se sale de madre. Comparar el fracaso de las elecciones del 28-5 y la consecuente pérdida de sesenta mil millones de bolívares, con un juego de béisbol suspendido por lluvia, es mucho más de lo que parece tolerable. Y restarle cualquier responsabilidad a los culpables del desastre, pobrecitos ellos, esos compatriotas con los que no hay que ensañarse, es una bofetada al más elemental respeto por la justicia.

El verdadero problema sin embargo no está en Chávez, sino en la forma como la banalización de los males ha calado en nuestra población. El mismo país que reaccionó indignado contra Antonio Ríos por una tarjetica de recomendación, furia que hasta condujo a un desaforado a pegarle un tiro, se queda impávido ante la burla del caso Micabú y el juicio a Miquilena. La histeria general contra los banqueros azuzada por el gobierno de Caldera, no llega ni a parpadeo en el caso Cavendes. Un presidente fue enjuiciado, destituido y preso por aportar dineros de la partida secreta a la causa democrática en un país hermano y en cambio éste bota en el pipote de la basura sesenta millardos y puede presentarse con su cara muy lavada como quien no ha roto un plato. Las denuncias de corrupción son como humo saliendo del tubo de escape de un automóvil. La dedocracia no le resta un átomo de legitimidad a quien hace discursos interminables a diario sobre la ilegitimidad de todo lo que le precedió. Hacemos un costoso ridículo de 17 millones de dólares con el pabellón venezolano en la feria de Hannover y la popularidad del jefe de la revolución no baja un punto. Claro que hay protestas, casi a diario treinta o cuarenta personas le amargan la existencia a sus conciudadanos tan golpeados como ellos, al cerrar las vías e impedirles llegar a sus hogares, trabajos, aeropuerto, hospitales, pero ni el gobierno se da por enterado ni sus adoradores lo culpan de nada. Lo dijimos antes: los seres humanos somos capaces de descender al infierno y de soportarlo cuando creemos que hay un resquicio para la esperanza ¿lo hay?.

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