Opinión Nacional

La bandera de la democracia

El tejido ideológico del Partido del Pueblo se completó con la idea de la democracia.

La democracia se entendía tanto en el tipo de sociedad que se pretendía construir en Venezuela, es decir, la «doctrina y programa» del PDN, como en la dinámica interna de la organización.

Para los pedenistas, la democracia era la realización práctica de la idea de la tradición liberal, transmitida al pensamiento político venezolano por Simón Bolívar, a saber, la posibilidad de lograr la mayor suma posible de bienestar social, económico y político, requiriendo el equilibrio entre los derechos y deberes de quienes conforman la sociedad venezolana, y salvaguardando el interés común asociado con la idea del gobierno de la mayoría, cuya voluntad se expresaría a través de la elección periódica de los gobernantes, legisladores y jueces.

Se lograría así superar los personalismos o el dominio de las oligarquías hereditarias o neocolonialistas.

«El sistema democrático no esa cosa rígida y dogmática que muchos imaginan. Es un sistema de leyes superestructurales adaptables a cualquier situación, mudanza, transformación básica que experimenten las sociedades humanas en su devenir histórico. Lo que habría que probar, si se busca en realidad desacreditarlo y arrinconarlo, es la legitimidad y la conveniencia del acto por el cual un hombre o una minoría erigidos por sí y ante sí en rectores supremos de la vida de una nación, se substituyen a la voluntad mayoritaria de la sociedad, y si esa anulación de la voluntad colectiva proporciona mayor suma de bienestar material y espiritual.» (Juan Lucerna -Valmore Rodríguez-, 31 de agosto, 1940.)

La democracia significaba también civilizar la lucha política, abandonar el uso de la fuerza para dirimir los conflictos y pasar a tomar decisiones basadas en el convencimiento de su conveniencia al interés nacional.

En lugar de combatir en los campos de batalla utilizando al pueblo como carne de cañón, se trataba de esgrimir argumentos que convencieran y consultar al pueblo su opinión a través del voto y la representación.

La sociedad democrática se caracteriza por la coexistencia de ideas distintas y hasta opuestas, sin que por ello se sometiera a nadie a persecución o se obligara a declarar la guerra entre quienes profesan unas y otras ideologías.

La democracia significaba tolerancia, reconocimiento de que la razón no estaba total y absolutamente en un solo individuo, ni en un solo partido, ni en una sola corriente de pensamiento.

«Sería un buen comienzo de superación aprender a distinguir que no todo lo bueno y excelente está de nuestro bando y todo lo malo y detestable en el contrario. Hombres honestos y ciudadanos de conducta privada y pública intachable los hay en todas las tiendas políticas. Admitir esto, sin ambages, no es traición sino justicia. Pero no se trata sólo de admitirlo. Es deber de conciencia y deber cívico honrar a quien honra la colectividad, respetar todo lo respetable, rodear de garantías el pensamiento ajeno para que no peligre el nuestro.» (Juan Lucerna –Valmore Rodríguez-, 17 de agosto, 1940.)

El grado de progreso en la democratización de la sociedad se medía por el crecimiento en el disfrute de las libertades públicas, cuyos dos indicadores fundamentales eran la libertad de expresión y la libertad de asociación.

«La extensión de las libertades democráticas de un país se mide por el grado de garantía y respeto que rodeen a la prensa. Desde el instante en que el criterio del funcionario priva por sobre el del periodista en la función de orientar al ciudadano, la democracia queda herida de muerte. De nada vale simular el respeto, si lo que se tolera es un mínimo despreciable de libertad periodística. La elocuencia de los hechos es lo único que convence.» (Juan Lucerna –Valmore Rodríguez-, 24 de septiembre, 1940.)

Los partidos constituían la verdadera forma de eliminar el personalismo y la arbitrariedad porque impedían la supervivencia del caudillo guiado en la política por sus intereses particulares y su afán de dominio.

Democracia significaba un margen de amplitud suficiente para que todas las tendencias existentes en la sociedad pudieran organizar sus partidos, sin más limitaciones que las que establecieran las leyes para asegurar la convivencia.

La idea de «partido» era asociarse para intervenir en la vida pública con conciencia de nación, con un conjunto de ideas sobre lo que se proponía a la sociedad, con un programa que hiciera posible su realización y una organización que garantizara que los miembros del partido orientaran sus acciones en esa dirección.

«Es necesario, conveniente, imprescindible que en Venezuela surjan los partidos, con todos los atributos y garantías que gozan en los países civilizados. Pero al decir partidos no hablamos de esas cosas inorgánicas y lamentables que de tarde en tarde aparecen por ahí, sin ideología y sin militancia, con propósito de engañar incautos.

Hablamos de partidos con mística partidaria, insufladores de fe y voluntad política, que muevan efectivamente, masivamente a los sectores sociales que representen: partidos de acción y construcción, canalizadores de anhelos de la gran colectividad nacional.

Creemos que para facilitar esa organización, en forma que realmente satisfaga a todos, se necesita como primera condición acostumbrar a los ciudadanos a la idea del respeto recíproco, o sea la de no interferir con primitivas destemplanzas el libre juego de cada uno en su esfera.

Que izquierdistas y derechistas miren sin rencor, sin pretensiones excluyentes, la formación y el funcionamiento del partido contrario. La batalla que ha de librar entre sí, en el campo civil, debe circunscribirse al comicio, y al debate público con armas lógicas, limpias y nobles.» (Juan Lucerna –Valmore Rodríguez-, 31 de mayo, 1940.)

Los partidos eran esas «corrientes de opinión, ríos de anhelos» existentes en toda sociedad humana. Debían correr legal y abiertamente fecundando por los cauces naturales de la vida pública.

Los dictadores impedían su funcionamiento porque su existencia era contradictoria con las formas autoritarias y totalitarias de funcionamiento. Una vez organizados y actuando libremente, los partidos se convertían en la mejor forma de control del sistema político: al competir por presentar a las mejores personas y equipos para que fueran elegidos por los ciudadanos; al controlar a sus miembros que ejercieran funciones públicas, pues la mala actuación de un gobernante o parlamentario ligado a una determinada organización perjudica a todo el grupo; al velar por la limpieza de las elecciones, en fin, generaban una dinámica de autocontrol político que mejoraba las condiciones de la vida social.

«La democracia es la negación de toda pretensión exclusivista y es el régimen natural de asociación humana. Bajo el régimen democrático, ningún grupo o categoría despotiza a otro, porque existe una igualdad de condiciones para cada quien hacer valer sus derechos.

La paz social verdadera y el verdadero progreso se producen espontáneamente, por ausencia de presión y de desconocimiento de derechos y garantías.

¿Que se necesita una educación previa para que en países como Venezuela arraigue el régimen democrático, libre de abusos y de conatos extremistas por parte de la masa general que ha estado ausente del poder durante largos lustros?
Aceptado. Pero esa educación sólo es posible mediante el funcionamiento mismo del sistema que se trata de implantar, y no en el clima de terror y de negación de los mismos dictadores extremistas que queremos eliminar.

La función hace al órgano. La educación para el ejercicio de la democracia se realiza afianzándola y desarrollándola.» (Juan Lucerna –Valmore Rodríguez-, 19 de enero, 1940.)

Para el «viejo» Valmore, la democracia no caía del cielo, y era el propio pueblo, a través de sus organizaciones, quien tenía que conquistarla:

«Una democracia otorgada no es democracia, es simulación. La democracia hay que conquistarla y sembrarla como una estructura de acero sobre basamento inconmovible. No basta que esté en la conciencia. Debe ir más allá, hasta la raíz de la fuerza, ser la fuerza misma. El pueblo debe tenerla en sus manos como se tiene un arma. Nosotros no hemos comenzado aún por el basamento. Hasta hoy hemos creído más conveniente edificar primero el techo». (Juan Lucerna –Valmore Rodríguez-, 26 de enero, 1941.)

Como le decía Rómulo Betancourt a Antonio Pinto Salinas y otros jóvenes pedenistas:

«La organización por ustedes de un grupo pedenista en Bogotá les crea serios deberes, graves responsabilidades. El Partido no es una organización política más: es una escuela de disciplina y trabajo. Sus militantes tienen todos contraídos un compromiso de honor, el de servirle a Venezuela y a su pueblo sin mezquinos regateos.

Nuestro Partido para que el pueblo confíe plenamente en él y siga fielmente sus banderas, tiene que integrarse con hombres de extraordinario temple, diferentes de los que durante cien años han venido halagando y engañando a nuestra masa.

No basta con que seamos honrados y no tengamos como meta de nuestra lucha la mezquina aspiración de solucionar nuestro pequeño problema personal.

Es necesario que a más de eso seamos estudiosos, serios, responsables, enemistados a muerte con el licor y la farra degradantes, paradigmas de una moral sin dogmas ni gazmoñerías, pero rigurosa y austera». (3 de septiembre, 1940.)

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