Opinión Nacional

La infección del régimen

En la Venezuela revolucionaria los acontecimientos diarios ocurren con tanta fuerza, desproporción y atrocidad que superan, con creces, la imaginación más fértil en materia de películas de ficción, crueldad, suspenso, terror. Cualquier evento, por más resonante que sea, se difumina; desaparece en cuestión de horas o días, para dar paso a otro peor, de mayor repercusión: la pillería del central azucarero de Barinas; el desplome de la vía Caracas-La Guaira; las denuncias contra Velásquez Alvaray y su defensa atacando al entorno del ministro Jesse Chacón y el propio Tribunal Supremo de Justicia; el sanguinario secuestro y asesinato del empresario Sindoni y de los hermanos Faddoul y Miguel Rivas; el inútil crimen, a sangre fría, del reportero gráfico Jorge Aguirre.

La capacidad de asombro de la gente ya no tiene límites. Lo ocurrido en las últimas semanas parece una feria macabra sin fin. Una fuga a lo irracional. Un vuelo sin retorno hacia la barbarie. La descomposición del régimen resulta evidente, ante la mirada perpleja, incrédula, de una sociedad atemorizada, que se resiste a la brutalidad, al horror, a la precariedad de la existencia; a la pesadilla de la muerte innecesaria, en manos de delincuentes inmisericordes, de malandros sin alma.

Para tratar de entender el porqué de lo que esta pasando, hay que adentrarse en los oscuros circuitos mentales de quienes lideran este proceso; en la escala de valores de quien lanza una invectiva, generadora de odios, disociadora, irrefrenable, justificadora del resentimiento social, de la violencia. Además en los cuerpos de seguridad del Estado, no se exige la profesionalización ni la capacidad de sus integrantes; se prima la fidelidad al “proceso”, no las credenciales ni las virtudes cívicas. Más que policías, parecen delincuentes encapuchados con licencia para matar. La impunidad tiene un efecto maligno, multiplicador. Corrompe, degrada y, por ende, dinamita las instituciones.

El gobierno será tanto más frágil, más precario, cuanto más incapaz sea de contener la podredumbre que lo ahoga, lo destruye… El envilecimiento de la “revolución” ha llegado a tal punto, que ya resulta muy difícil desovillar –a pesar de las piruetas retóricas del teniente coronel- el hilo de su destrucción. El cuerpo social generará los anticuerpos necesarios para enfrentar esta situación insostenible. El silencio, la indolencia, la indiferencia, darán paso a acciones colectivas en defensa de la vida, de la dignidad, del derecho a ser felices en libertad.

Vivimos en presencia del reinado omnímodo de la corrupción y la violencia. Ya no se pueden exorcizar los demonios desatados. ¿Quién será capaz de clavar la estaca en el corazón…? El mal ha avanzado demasiado. La infección se ha extendido en la filas del chavismo. De nada valen los golpes de pecho, las lágrimas de cocodrilo. Los totalitarismos –para mantenerse- necesitan apelar a los tortuosos e implacables engranajes y mecanismos de destrucción del equilibrio emocional de la familia. Por eso llegó la hora de superar el desasosiego; el dolor debe dar paso a la toma racional de conciencia a favor de la defensa de los valores de la democracia. El miedo paralizante no puede imponerse a la indignación moral, a la fuerza irresistible de un colectivo dispuesto, allanando obstáculos, a recuperar el control de su propio destino. Ahora es cuando vale la pena seguir luchando por la paz y la libertad, levantando la voz contra la vesania revolucionaria.

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