Opinión Nacional

La majestad del cargo

Muchos tenemos una tía especial. Sea por lazos de consanguinidad,
matrimonio, cercanía o cariño algunos contamos en nuestras vidas con alguna mujer a la que por la razón que sea distinguimos con esa denominación. Yo tuve una, una
mujer bastante singular, que en realidad era tía de papá, y a quien todos en la
familia conocíamos como la «Tía Emilia».

La Tía Emilia, caraqueña de hábitos un tanto estrafalarios y variados
conocimientos, era realmente un ser bien especial. Valga recalcar eso de
«estrafalarios», ya que en algún momento de su vida colocó una bañera de
paticas en su habitación, rodeada de una cortina, en la cual solía pasar las
tardes, y desde donde en ocasiones recibía visita de los «intimés». Recuerdo también que en alguna parte de su jardín, fundó y atendió cuidadosamente un cementerio para los perros de la familia. La Tía Emilia no era nada convencional.

Fue precisamente a esta extravagante señora a quien por primera vez escuché
hablar de «La majestad del cargo». Se refería con ello a los actos,
actitudes y vestimentas que debían caracterizar a los ciudadanos, y en particular, a
los funcionarios públicos en el ejercicio de cargos. Recuerdo muy bien cómo
montaba en cólera contra el Presidente Herrera Campins, cada vez que escuchaba en alguna de sus alocuciones ciertas frases un tanto campechanas o pedestres, o
cuando se desplazaba por el país realizando la inauguración de alguna obra de poca
monta, con lo cual – al decir de ella – rebajaba de nivel la investidura que la
Presidencia de la República implicaba.

Desde tiempos inmemoriales, en menor o mayor medida, los diferentes
presidentes o ministros que nos han tocado en suerte, han sido individuos cuyos
aspectos, discursos y actitudes fueron – al menos hacia afuera – medianamente dignos y cultos. Buena parte de ellos se sabían modelos de una sociedad que dejaba mucho que desear en cuanto a cultura general; por el otro lado, entendían que debían presentar una imagen de sapiencia y estilo ante el resto del conjunto de países del mundo. Es bien sabido que el mismísimo General Páez, quien aunque en sus años mozos no era más que un peón de a caballo, terminó sus días no sólo apreciado como ‘socialité’ en Nueva York, sino tocando el cello y hasta escribiendo una que otra partitura. Del Presidente Castro, El Cabito, se cuenta que cuando el temblor que lo hizo saltar desde uno de los balcones de la hoy Casa Amarilla, aporreándose un pié, terminó durmiendo sobre un colchón en la Plaza Bolívar, con un reverbero y unos parabanes a modo de habitación, custodiado por varios soldados. Castro era presidente de la república, y no podía ni debía dormir como un pordiosero.

Pues bien, todo esto viene al caso por esta suerte de «tierruísmo tropical»
que pretenden imponer la gran mayoría de estos nuevos supuestos próceres de la
Quinta República, que por los momentos debemos padecer. Cada vez que tenemos
la desgracia de ser testigos de algún debate en el hoy rebajado al remoquete de
congresillo, y que antes llamábamos con cierto orgullo Congreso, vemos a una
suerte de variopinta aglomeración de individuos en mangas de camisa la más
de las veces, escuchando cual borregos las peroratas del «jefe», quien de
cuando en cuando, en los momentos en los que se desparraman por el hemiciclo, les
recuerda que deben volver a sus pupitres. Ni hablar de las entrevistas televisivas
con los pocos ministros que se atreven a declarar ante las cámaras. El Ministro del Interior siempre pareciera encontrarse presto a salir para un paseo dominical por el Parque del Este, y el científico Genátios usualmente anda como recién salido de algún escondido laboratorio, del que quizás bien hubieran hecho en nunca sacarlo.

En fin, todo este desaguisado no lo estuviéramos sufriendo de no haber sido
por culpa del mismísimo comandante de esta supuesta revolución de pacotilla, que
tanto más aparece ante ojos ajenos y extraños como una suerte de involución
hacia estados culturales que ya creíamos superados, gracias a los esfuerzos
realizados durante años por el Ministerio de Educación. No puede ser que el
Sr. Presidente aparezca en TV tal y como lo hizo ayer dando una arenga con un
vasito plástico de café en las manos. Que use el glorioso uniforme de nuestros
ejércitos, con una serie de collares de cuentas colgando del cuello. Que se
dedique a jugar a la perinola mientras escucha, si acaso lo hacía, al
Embajador de la más grande nación asiática y del mundo. Que en el medio de una de sus interminables cadenas pida algo para refrescar su «guerguero» o le recuerde
a su mujer que esa noche le va ‘a dar lo suyo’, como si estuviera hablando con
amigos, mientras tira piedras en una mesa de dominó.

No, el Sr. Presidente puede ser de Sabaneta, Guatire o Caracas; ser un
sencillo provinciano o un perfecto lord inglés lustrado, pero siempre debe tener en
cuenta el cargo que está representando, gracias a nosotros los votantes.

Existen en todos los organismos públicos individuos que se encargan del protocolo a
quienes es bueno consultar de tanto en tanto. Si no, siempre queda el
recurso del famoso Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres de Carreño. Si se va a tratar en el extranjero con algún gobierno de origen anglosajón, lo mejor es
consultar con el conocido Etiquette de Emily Post. Pero por favor, usted es un modelo de comportamiento a seguir para muchos de los venezolanos que lo vemos a diario;representa usted nuestra imagen en el exterior. Compórtese entonces, por
favor, con el decoro que dicta La majestad del cargo.

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