Opinión Nacional

La mitra o la espada

Troya invitaba a la guerra. Su condición de puerto, estratégicamente ubicado en una bahía que proporcionaba refugio a los barcos que comercializaban mercancías entre Asia Menor y el Mediterráneo, la transformaba en potencia, aún sin contar con marina de guerra. Los griegos eran como los vikingos de la época: saqueadores profesionales, en busca del botín fácil, de conflictos que pudiera proporcionar territorios, esclavos y oro. Presumir que el amor por una dama, así fuese tan bella como Helena de Troya, fue suficiente para provocar una movilización general entre los aqueos, es un disparate. La guerra no tuvo motivos personales, al menos nunca vinculados al amor. Helena escapó de un reino tosco y primitivo, sin otras ambiciones que el poder militar. Huyó a una ciudad que era la ciudad luz de su momento, todo era esplendor. La inseguridad comercial de los griegos, en cambio, su incompetencia en el orden de los negocios, los lanzó a la guerra. La pareja París/Helena era una relación conveniente desde el punto de vista político. Vivían muy bien, en palacios construidos con fortunas producto de las alianzas y los acuerdos comerciales, con vista al mar y protegidos por una muralla.

Venezuela tiene las mismas condiciones. Las reservas petroleras y de gas más grandes del continente: oro negro en cantidades suficientes como para enriquecer hasta la 5ta generación a cualquier jerarca del gobierno que pueda colocarse a distancia adecuada del presupuesto nacional. Botín suficiente para alimentar las ambiciones de guerreros dispuestos a todo, con un único fin: el control de una economía que depende tristemente de los hidrocarburos. La guerra contra el Imperio cumple el mismo papel que las ganas de superar la humillación causada por el adulterio de una Reina. Excusas. Poco le importaba a los griegos el comportamiento sexual de una mujer, cuando tenían todas las que querían, casi siempre a la fuerza. El gran Aquiles, escriben los historiadores, sería considerado hoy en día un criminal de guerra, sujeto a juicios por parte de tribunales internacionales por sus interminables y confesas violaciones de los derechos humanos. Pero era un héroe, se le adoraba por su espada, por la facilidad con que ejecutaba a sus enemigos; igual que el Che, pero con una importante diferencia: Aquiles era un militar exitoso y no tan sólo un verdugo. Su tragedia, como la de casi todos los personajes de la Ilíada, fue su adicción al orgullo y el poder.

La auténtica oposición a la espada viene hoy de la Mitra, del comportamiento y los valores de un sacerdote que antepuso el amor a Cristo a la seducción del poder. El Cardenal Rosalio Castillo Lara llegó a ser Presidente de la Pontificia Comisión para la Interpretación Auténtica del Código de Derecho Canónico y de la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica, pero fue en sus comienzos un muchacho humilde, que correteaba descalzo por los campos de Aragua y se subía a las matas de mangos para merendar. Nació en San Casimiro hace ochenta y cinco años, fue ordenado sacerdote en 1949 y Cardenal en 1985. Tenía estudios de postgrados en Alemania y un doctorado en Turín. Fue un gran venezolano: combatió el instinto criminal que antepone el resentimiento a la reconciliación. La suya fue un modelo de vida, un ejemplo ético que le achicharra las manos a quienes empuñan la espada para provocar guerras innecesarias, disfrazándolas con angustias de pasiones no correspondidas.

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