Opinión Nacional

La region más transparente

Una ciudad no se define sólo por sus accidentes geográficos o por su infraestructura física, por mas bellos e incomparables que éstos sean. Más allá de lagos, ríos, valles, volcanes o montañas, de interminables avenidas o estrechas callejuelas, de imponentes monumentos, plazas, catedrales, de prudentes casas dotadas, paradójicamente, de balcones curiosos que emergen del recuerdo para darle permanencia al pasado, una ciudad, una verdadera, requiere conformarse también con olores, sabores, aromas, con una peculiar manera de salir o de ponerse el sol, de ver caer la lluvia o de conculcar el día para convertirlo en noche intransferible e inajenable. También es ciudad por su gente, por esa variopinta realidad humana que transita sus calles, habita en sus moradas, labora en sus oficinas y despachos, que goza y sufre lo cotidiano, se desespera y se entusiasma con la cambiante realidad, así como confiada y luego engañada, repudia a sus líderes y dirigentes.

Carlos Fuentes así lo sabe y así lo expresa en su novela La Región más transparente, cuya única y fundamental protagonista, independientemente de innumerables personajes y de urdidas tramas, es Ciudad de México, esa urbe plural y polisémica, hecha de mentiras y verdades, de pasados negados y presentes cuestionados en la que, sincréticamente, el águila y el nopal conviven con el cordero y la cruz, en una tensión no resuelta que todavía clama por identidades que un pasado de sojuzgamiento y un presente de revoluciones institucionalizadas, parecen no otorgarle.

Ciudad de México, en la perspectiva del escritor, es un compendio de gentes y situaciones, de fenómenos físicos y realizaciones del hombre, de olores y colores propios, de una historia que aún deja sentir su peso, de linajes derogados, sustituidos prontamente por súbitos ascensos económicos y sociales de aquellos revolucionarios que abogaban por la justicia y la igualdad. De allí que en virtud de tantas tensiones inmanentes y no resueltas, “la región más transparente del aire” es un espacio donde inevitablemente “se cruzan nuestros olores de sudor y páchuli, de ladrillo nuevo y gas subterráneo, nuestras carnes ociosas y tensas, jamás nuestras miradas.”

Ciudad controversial que olvidó tempranamente los ideales de solidaridad y justicia esgrimidos por Zapata y Pancho Villa, para, renunciando a principios y preceptos, convertirse en la “ciudad del hedor torcido, de la derrota violada, perra, famélica, lepra y cólera hundida”; en fin, en ciudad a la que se le pueden aplicar todos los epítetos del reproche, todos los calificativos provenientes de la ira de un novelista convencido de que los “héroes no regresarán” y que, por eso, es necesario recobrar “la llama en el momento del rasgueo contenido, imperceptible en el momento del organillo callejero, cuando pareciera que todas tus memorias se hicieran más claras”. Urbe que acusa el repudio, el reproche por las utopías fallidas, el reclamo vehemente de toda una generación frustrada que contempló como la perennidad de su revolución se diluyó, se esfumó para darle continuidad y vigencia a un partido que la oficializó, convirtiendo en dirigencia, burocracia y gobierno a la oposición, la anarquía y la montonera.

Habida cuenta de su carácter plural y diverso, Ciudad de México se define también por sus realidades físicas, materiales, construidas por el hombre y alimentadas por la historia. Su Zócalo no puede ser puesto de lado, negado a la hora de confirmar rasgos y signos específicos de identidad. El emplazamiento del Zócalo, ese corazón palpitante de una ciudad que nació sobre las ruinas de otra, la de Tenochtizlan en la meseta de Anáhuac, puede ser contemplado con ojos violentos que transcienden la evidencia palpable y constatable para ubicar “en el sur, el flujo de un canal oscuro, poblado de túnicas blancas; en el norte una esquina en la cual la piedra se rompía en signos de bastiones ardientes, cráneos rojos y mariposas rígidas: muralla de serpientes bajo los techos gemelos de la lluvia y el fuego; en el oeste, el palacio secreto de albinos y jorobados, colas de pavorreal y cabezas de águila desecada… sólo el cielo, sólo el escudo de luz, permanecía igual”.

Cielo inamovible, sinónimo de infinitos y eternidades, contemplado por igual por conquistados y conquistadores, por el indio y el español, por la raza de bronce y la que llegó en carabelas y bergantines, del cual se desprenden lluvias caudalosas que como timbal del propio cielo, hacen que cabezas gachas, plenas de agua y vaselina, se adosen a los muros como arquetípicos y reiterados condenados al paredón de la revolución y del gobierno, esperando, resignados, “la fusilada que no llega”. Lluvia contagiada de aromas que convierte a la ciudad en “nube teñida, en olores viejos de piel y vello, de garnachas y toldos verdes”.

Megalopolis “deforme y escrufulosa, llena de jorobas de cemento e hinchazones secretas” habitada por aristócratas venidos a menos que rememoran, nostálgicos, aquella otra ciudad “pequeña y hecha de colores pastel, donde no era difícil conocerse y los sectores estaban bien marcados”. Ciudad de putas y secretarias, de obreros y ruleteros, de políticos y burócratas, de intelectuales y extranjeros, de mariachis y artistas de cabaret, de “espaldas mojadas” que regresan frustrados al no haber podido concretar sus ilusiones en el gran país del norte. Urbe “chata y asfixiada” que va “extendiéndose cada vez más como una tiña irrespetuosa” en la que conviven millones de personas que paren “con una mueca cerrada, la luz de cada día, la oscuridad de cada noche, sin solución, en un parto repetido con el ejercicio doloroso de la premura”.

Ciudad de la vida y de la muerte que a 2240 metros de altitud se acerca al cielo para solicitar indulgencias y bendiciones que exorcicen el pecado de no tener memoria, de no contar con héroes vivos, de portar una máscara anónima e imperturbable detrás de la cual se esconden “nombres densos y graves, nombres que se pueden amasar en oro y sangre, nombres redondos y filosos como la luz del pico de la estrella, nombres embalsamados en pluma”. En fin, aquí nos tocó manito. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire.

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