Opinión Nacional

La revolución por venir

«¡Arriba, pobres de la tierra!
  ¡En pie, famélica legión!
  Los proletarios harán guerra
  Hasta el fin de la opresión»

Quien entonaba las primeras estrofas de La Internacional con su dulce voz de soprano era una mujer todavía joven, alta, de rostro ovalado y piel blanca.  Sus ojos azul gris y su cabellera dorada denotaban su procedencia nórdica. Una falda café, una blusa de fina batista y un blazer azul marino completaban su atuendo. Nada de joyas; sólo unas baratijas bien escogidas, como aconsejaba la prudencia en una Caracas en que los asaltos eran cosa diaria. Los altos tacones de unos zapatos negros de última moda modelaban sus bien contorneadas piernas. Ligeramente maquillada, Beatriz Morrison formaba parte de ese pequeño ejército de profesionales femeninas, que 40 años de democracia habían hecho posible. Su MBA de la Universidad de Ottawa, obtenido con la ayuda de la Mariscal de Ayacucho le había abierto las puertas de empresas importantes. Su conocimiento de varios idiomas la transformarían en una ejecutiva exitosa, pero su pasión, sus hobbies, como se decía ahora, seguirían siendo la historia y la política.

Recorría a paso lento uno de los corredores del Palacio de las Academias en compañía de un anciano profesor de historia.  Tomás Ibarra, a sus setenta y pico, conservaba su vigor y su voz de años atrás. Su persona dejaba traslucir la antigua aristocracia. De contextura mediana, delgado, vestía un traje de alpaca gris confeccionado a su medida.  Sobre las rayitas azules y blancas de su elegante camisa de algodón egipcio destacaba una fina corbata de seda azul marina moteada de blanco. Los puños dobles sobresalían de las mangas la medida justa y dejaban entrever unas yuntas de plata.

Se habían encontrado por casualidad en la Biblioteca y habían decidido salir al patio a conversar.  Los frondosos árboles alrededor del busto de José María Vargas cubrían de sombras una mañana de sol ardiente.

–Este patio y estos corredores, Beatriz, son testigos de mucha historia.  Hasta hace nada, esta magnífica edificación colonial era la Universidad Central de Venezuela.  Por obra y gracia de Guzmán Blanco, que se la arrebató a los franciscanos, en aquellos años de lucha en contra de la Iglesia Católica.  Porque debemos recordar que, entonces, los curas eran los dueños de muchas de las mejores propiedades urbanas y rurales.  Casi todo lo construido por el Ilustre Americano en Caracas se hizo en terrenos propiedad de los conventos.  La manzana del Capitolio y el Congreso era de las monjas Concepciones.  Por eso la esquina suroeste de la Plaza Bolívar se conoce como  Esquina de Las Monjas.  El ahora Teatro Municipal y antes Teatro Guzmán Blanco, sobre el terreno de la ermita de San Pablo.

–Todo eso es cierto, profesor, pero también es verdad que, si bien esas propiedades fueron confiscadas por Guzmán, a los pocos años, luego de su reconciliación con la Iglesia, las pagó construyendo magníficos templos como la Santa Capilla y la Basílica de Santa Ana e iglesia de Santa Teresa, por mencionar dos solamente.

–Pues claro, Beatriz, porque la revolución fue escamoteada por Guzmán.  No ha habido ninguna revolución verdadera sin la transferencia de la riqueza de una clase a otra, sin indemnización.  Si hay indemnización, no hay revolución.  La revolución protestante consistió en eso, en la confiscación por los reyes europeos de las propiedades de la Iglesia Católica, sin indemnización alguna y su ulterior transferencia a los nobles protestantes.  La Revolución Francesa hace lo mismo con las propiedades de los nobles, las que pasan a la burguesía.  La Revolución de Independencia norteamericana expropia a los nobles ingleses y la extensión de las colonias hasta el Mississippi se hace a costa de los aborígenes.  Por eso es que sostengo que esta «revolución pacífica y democrática» de que tanto se habla entre nosotros, no pasa de ser un simple cambio de gobierno. Revolución en nuestra América fue la de Velasco Alvarado en Perú que confiscó bancos, medios de comunicación y empresas, sin indemnización alguna, para entregarlos a sus trabajadores.  Y el paradigma es la Revolución Cubana donde todos los bienes de producción pasaron a poder del Estado socialista.

–¿No ha notado, usted, profesor, como una especie de despunte de lucha social?

–Eso es muy grave, Beatriz, porque en Venezuela nunca habíamos tenido eso.  Los partidos democráticos se cuidaron mucho y crearon organizaciones policlasistas  Azuzar un enfrentamiento de clases puede traer consigo una tragedia.  Por cierto que un amigo me contaba hace unos días que sus colegas en el trabajo le habían comentado que hay grupos dedicados a rayar con clavos los vehículos y que a él una mujer lo había mirado con verdadero odio y le había escupido el carro.  Lo cierto es que la cuestión social se ha tornado grave y toda comienza con el desempleo y el subempleo, la pobreza crítica.

–Lo más grave, a mi modo de ver, profesor, es que no se le ve salida, porque la gente espera todo del Estado. No hay cultura de clase media, de trabajo, de educación.  Sólo se cultiva la flojera y el clientelismo.  Los que hablaban de los vicios de la democracia continúan la misma tradición.

Ambos guardaron silencio.  El trinar de unos pájaros llamó su atención.  La paz del ambiente los alejaba del ajetreo de la ciudad.  En los vetustos corredores casi podían escuchar el cántico litúrgico de los frailes.

–Algo se resolverá con las elecciones.– apuntó Beatriz.

–Este es, Beatriz, un pleito entre dos bandos militares, adornado con un celofán cívico de elecciones.  La cuestión se resolverá realmente en el Ejército.  El problema es que el presidente Chávez goza hasta el momento de la legitimidad de los votos.  Pero esa legitimidad la puede destruir una acusación de fraude ligada a la matriz de opinión creada por las encuestas.  Eso, a su vez, puede destruirlo el inicio de una verdadera revolución en lo económico que acerque aún más el líder a la masa.

Fue entonces cuando Beatriz entonó la primera estrofa de La Internacional.

–Esos fantasmas, Beatriz, lo mejor es no invocarlos.

Hicieron silencio. Al llegar a la gran puerta, se despidieron y se sumergieron en el ajetreo constante de la urbe.

(*) Diplomático y periodista

Ex Embajador en Canadá y Austria
 
 
 

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