Opinión Nacional

La revolución que no pudo ser

Cada vez se aclara más el rumbo que sigue el proceso político. La designación del vicepresidente, la renuncia del director de la Disip y sus consistentes declaraciones, la confrontación verbal del gobernador del Zulia con algunos miembros del gobierno, son parte de los últimos hechos cumplidos que ayudan a despejar las dudas que se podían tener acerca de la definición ideológica del gobierno. Más claro no canta un gallo. A este proceso de revolucionario ya no le queda ni el nombre. Estamos de nuevo en la antesala de una reforma. Similar en procedimientos, métodos y conceptos a los que empleó durante varias décadas el sistema cupular de la democracia puntofijista. La revolución quedó en palabras desde hace un largo tiempo atrás. Quizás desde el mismo momento que se asumió el cambio de gobierno. A la revolución la mata la reforma porque se sucumbe a la fascinación del poder establecido. Las redes del poder real mantienen sus raíces intactas prendidas en lo profundo de la base estructural de la sociedad nacional. El concepto de Estado, la visión del mundo, la postura ante los cambios, la concepción de las relaciones de producción, los valores culturales del hombre, la interacción entre la comunidad organizada y el gobierno como administrador del estado, la lucha ante la corrupción, el poder único y absoluto del Presidente, los placeres cotidianos de la buena vida, todas estas variables que definen un proceso de transformación profunda no han sufrido ninguna alteración con respecto a las categorías políticas que se manejaron durante la vigencia del puntofijismo.

Es muy sabroso comer bien, vestirse con ropa de primera categoría, respirar el buen aire de vehículos lujosos, disponer de los servicios de asistentes, ayudantes y secretarias, ser atendido con adulancia, recibir elogios refinados de personajes de la alta sociedad, ser portador de ese magnetismo que se irradia cuando se ejerce el poder y se transmite a una multitud que lo aclama, disponer de una chequera con más de siete cifras, en fin, convivir en el éxtasis total cuando se ejerce el mando para imponer la voluntad propia a los demás sin confrontaciones, ni disidencias. Pasión versus virtud. Cuando es la pasión la que domina las virtudes del hombre no hay revolución posible que se materialice. La revolución exige sacrificios íntegros para entregarse a un proceso que reivindique la condición humana de la sociedad, eleve los niveles de vida de la población y se rescaten los valores morales y éticos del ser humano. Sacrificio que demanda contrarrestar los efectos fascinantes del poder. Sacrificio que obliga al promotor de la revolución a gobernar como instrumento del pueblo y como intermediario entre la sociedad y el estado. Ese sacrificio es la revolución. Mantener los privilegios es la reforma. Los ductores del proceso aprehenden para sí el sacrificio. He ahí el costo político y humano para trascender a la historia. Los privilegios y los placeres son para el ciudadano, para el colectivo y para todos los que coexisten en la sociedad. Se identifica al proceso por los hombres que lo dirigen. Y éstos, si carecen de los ideales revolucionarios, ceden ante los placeres que produce el poder. Sin ideales revolucionarios no se puede llevar a la realidad los cambios estructurales que demanda la creación de nuevos paradigmas en la sociedad. Sin ideología revolucionaria no se puede consolidar el sacrificio pleno y total que exige el proceso de gestación de una nueva república. El líder y en gran medida su entorno son los que definen el rumbo del proceso. Y hasta hoy, la práctica que observamos de los que han conducido este proceso desde hace un año, no es revolucionaria sino reformista.

Ahora bien, el que sea reformista no es condenable. Cada quien que responda a su conciencia, a sus principios y a sus compromisos. Condenable es que se emulen las prácticas cogolléricas del puntofijismo. Condenable es que no se le de viabilidad al poder constituyente. Condenable es que siga imperando la corrupción en todos los estratos de la burocracia del estado y no se haya castigado a nadie todavía. Si se mató al tigre y se le tuvo miedo al cuero, entonces que se diga y se defina abiertamente la condición reformista del proceso. Porque no se puede seguir hablando de revolución cuando el entorno que lo dirige no es revolucionario. No se puede hablar de revolución y generar expectativas que son imposible de satisfacer. Si la revolución no pudo ser en esta oportunidad, tendremos que atenernos a los procesos reformistas y seguir cultivando las vías posibles para construir una verdadera revolución. Aquella que le transfiera a la comunidad organizada la toma de decisiones. Aquella que se fundamente en un cuerpo de ideas que estimule la nobleza de los ideales. Aquella que enseñe a producir y generar riqueza. Aquella que incentive la autogestión, para incorporar al aparato productivo de la sociedad a los grandes sectores nacionales que viven en la pobreza. Aquella que concrete la realización del bien común, satisfaciendo las expectativas morales, espirituales y materiales de todos. Aquella que facilite las prácticas sociales para que el individuo pueda ser rico, próspero y dueño de su propio destino. Esa será la revolución posible y no ésta, la que no pudo ser.

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