Opinión Nacional

La sumisión de la cultura

Tiempos abyectos dejan huellas y heridas que tardan en cicatrizar. Y generan un detritus que avergüenza a la posteridad. También el fascismo alemán tuvo sus poetas vernáculos, sus pintores selectos, sus arquitectos, sus dramaturgos, sus cineastas y sus funcionarios de la cultura. Hoy nadie los recuerda. No eran, en su esencia, distintos de los que tuvo el estalinismo: vivían de la denuncia y el soplonaje, de la inquisición y la altanería, del silencio, el estipendio y el acomodo. Ese detritus disfrazado de hongo exquisito trufa también los regímenes dictatoriales tercermundistas: Juan Vicente Gómez tuvo incluso sociólogos e historiadores ilustres, muchísimo más significativos para la historia nacional que estos avinagrados jinetes de la poesía convertidos en nomenklatura de la vergüenza chavista. Y allí están, al pie del manifiesto. Náufragos de la verdad, llamando fascistas a quienes les adversan y rechazan lamer la bota del caudillo, así sea con la gratificación del puestito público, de la asignación presupuestaria, del espacio y el financiamiento en el “sector cultura”.

Hubo tiempos en que tenían una coartada moral: corrían los sesenta y un ímpetu legítimo de cambio nublaba la percepción permitiendo aceptar a criminales y pistoleros como redentores revolucionarios. Norberto Fuentes, que llegó a ser el ghostwriter consentido de Raúl Castro y su entorno de funcionarios y militares corruptos, ha escrito una denuncia estremecedora de la bajeza sin límites de esa élite revolucionaria que tantos de nosotros veneráramos hace cuarenta años. Raúl, el medio hermano del dueño del cotarro se nos revela como un alcohólico asesino y sanguinario, pronto al lacrimoso lamento ante el tiempo perdido. Su hermano de madre, Fidel, aparece en toda la tenebrosa grandiosidad de un caudillo maquiavélico e inescrupuloso, capaz de convertir un país en hacienda privada y a su pueblo en una esclavizada masa de seres sin destino.

Ellos constituyen el arquetipo de hombre de estado, ése el cogollo, ésa la sociedad por la que salen en defensa nuestros “hommes de culture”: el océano de la felicidad cubana. Al acabar las últimas páginas de esos Dulces Guerreros Cubanos sólo queda el asco ante tanta porquería. El mismo que se siente al escuchar al asambleísta Pedro Carreño afirmando sin que se le arrugue el semblante que Vladimiro Montesinos está muerto o que Directv es un instrumento maléfico que ubica su ciclópeo ojo ante nuestras alcobas para penetrar en los secretos de nuestras intimidades políticas. La misma repugnancia que se experimenta cuando Aristóbulo Istúriz y la ministra Iglesias acusan en la mesa de negociación a la oposición por los asesinatos de Puente Llaguno y la Alcaldía metropolitana. Es el asco ante la facinerosa prepotencia de Lina Ron, producto caribeño al que ha descendido la mujer revolucionaria, la misma que brillara con cultura, grandeza e inteligencia en Rosa Luxemburgo o la Pasionaria.

Seguramente conocen de la pestilencia de palacio, pues por sus pasillos suelen arrastrarse para asegurarse el sostén. Pueda que hasta hayan sabido de la militarización de Caracas y esperen en secreto la intervención y el desalojo de Plaza Altamira, así sea al precio de la sangre. Sólo su medianía habrá impedido se enteraran de la intervención que se preparaba en palacio contra la policía metropolitana. Y cómo anhelarían ver el estadio universitario ensangrentado con el espectáculo de los paredones. ¡Qué lacra estos poetastros! La historia no los absolverá.

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