Opinión Nacional

Laureano, ¿por qué no te callas?

Como te dije la última vez que nos vimos, Laureano, ¿por qué no te callas? Recuerdas que andábamos por las islas del mar Egeo, rodeados de sirenas y otras bagatelas cuando te lo advertí con palabras de amigo. Desde que tropezaste con aquella especie quelonia que entró de última al Arca de Noé por su lentitud, todo el mundo sabe que estás en la lista roja. Esta gente es como Gómez, no perdona. A Leo, el de Fantoches, el general lo mandó a La Rotunda por una simple caricatura que aquí describo: Comían dos amigos sentados a la mesa y uno le preguntó al otro: «¿Hasta cuándo comes?». Y los fiscales dijeron que aquella vaina era contra el general, y que la pregunta ocultaba una conspiración. 

Si a ver vamos, tenían razón, porque el dictador llevaba 20 años encaramado en el poder, y era irrespetuoso y subversivo eso de preguntar ¿hasta cuándo Gómez? Para ellos, Gómez tenía que ser eterno porque ellos también eran Gómez. En la cárcel, Leo escribió la Balada del preso insomne. Leo era un suicida, no un magnicida. ¡Pequeña diferencia! Quizás sea oportuno recordarla antes de que la prohíban porque, sin duda, es sediciosa: «Estoy pensando en exilarme, / en irme lejos de aquí / a tierra extraña donde goce / las libertades de vivir: / sobre los fueros: hombre-humano / los derechos: hombre-civil. 

/ Por adorar mis libertades / esclavo en cadenas caí: / aquí estoy cargado de hierros, / sucio, famélico, cerril, / enchiquerado como un puerco, / hirsuto como un puerco-espín». 

¿Por qué, Laureano, no te dedicas a la poesía, en lugar de lidiar con molinos de viento, como don Quijote? Si este es el turno de Sancho Panza, no vale la pena poner en peligro lo poco que nos queda por andar duplicando al gran loco. 

Con eso de que por la libertad como por la honra se puede y debe arriesgar la vida, Cervantes nos condenó. La vida es una sola, Laureano. No hay otra, por lo menos en este planeta, a pesar de que anda en peligro de muerte (no por el efecto invernadero ni por el hueco en la capa de ozono, sino por los discursos). A los dictadores prosopopéyicos, Laureano, les indigna que les midan el tiempo, mucho más los saca de quicio que alguien ose pregonar tiempos mejores. Sin embargo, como sucede en El otoño del patriarca, no hay quien ataje el tiempo. En esa novela las vacas terminaron comiéndose las alfombras del palacio, y los gallinazos entraron por los ventanales a lo suyo, a devorar la carroña, Gabodixit

Cervantes era un gran humorista, y por eso puso en boca del caballero andante palabras de tanta hidalguía. 

¿Qué le importaba a Sancho la libertad si lo suyo era atragantarse, comer hasta por los codos, folgar o roncar a pierna suelta? Reconozcámoslo, maravilloso el discurso de don Miguel, también llamado el «manco de Lepanto», como sabes, por haber perdido una mano batallando en guerras ajenas para matar el hambre. 

Oigamos: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres…». 

Bien conocía Cervantes esto de estar en cautiverio, pues estuvo cinco años y medio en poder de los otomanos. Fíjate, Laureano, en la dualidad del discurso: mucho vale la libertad, pero mucho asfixia el cautiverio. ¿Qué tenía que buscar él en un lugar tan remoto como Lepanto, combatiendo con guerreros desalmados? Suerte tuvo, porque perdida la mano izquierda de un arcabuzazo, le quedó la derecha para garabatear el Quijote. 

Cervantes nos metió en este laberinto del amor desmedido a la libertad y del horror al cautiverio, tanto más en esta época del humanismo del siglo XXI simbolizado por la garra de hierro, o garrapiño por otro nombre. ¡Qué catástrofe, Laureano, quieren prohibir la risa! ¡Venezuela convertida en purgatorio de almas en pena! Te lo dije navegando por las islas del mar Egeo, y te lo repetí cuando fuimos a consultar el Oráculo de Delfos, en el monte Parnaso, y nos inflamó tanto el espíritu con sus predicciones que nos dedicamos a beber vino hasta el punto de no saber, al final, si habíamos hablado con el oráculo o con su sombra. 

De todos modos, Laureano, dedícate a la poesía, pero cuídate, no obstante, de metáforas, metonimias y sinécdoques porque los inspectores del Ministerio de la Verdad no entienden de retórica. (Ars bene dicendi). Olvídate de los relojes, que nadie los puede detener, sean de arena, sean de sol, sean de piedra. Escribe poesía como Bécquer, pero cuídate de recitar aquello de: «¿Volverán las oscuras golondrinas / en tu balcón sus nidos a colgar?». 

No, no lo hagas, porque son tan imaginativos que te pueden imputar por promover el regreso al poder del traidor José Antonio Páez. O de defender los derechos de Fernando VII. 

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