Opinión Nacional

¿Los hombres del Presidente?

Nunca sabremos los tejemanejes más íntimos de los hombres del presidente en aquellas aciagas horas que terminaran con su gloria y su majestad y lo mostraran en la aterida desnudez de su verdad: un desvalido pidiendo el concurso de sus más odiados adversarios para preservar su vida.

Dos imágenes vinieron en nuestro auxilio al enterarnos de los hechos: mama Rosa escondiéndolo en el escaparate para protegerlo de la inquina de su madre, doña Elena. Y su atalaya del Museo Histórico Militar la noche del frustrado magnicidio.

También, justo es decirlo, una contraimagen: la de Salvador Allende en su tremenda soledad ordenándole a su entorno más íntimo salir ordenadamente de su despacho. Las tropas de Pinochet subían ya las escaleras de piedra que llevan de la planta baja al despacho presidencial, mientras gran parte del palacio ardía en llamas a causa del bombardeo de la fuerza aérea chilena. Desde la calle Moneda, frente a palacio, resonaban los cañonazos de los tanques y los disparos de las metralletas de las tropas de élite dirigidas por Pinochet, su subalterno. Cuando el último de sus hombres de confianza cerró tras suyo la puerta del despacho, se oyó una sola descarga: era la última del fusil ametralladora que terciaba el pecho del presidente, regalo personal de su amigo Fidel Castro, a quien en el más crucial minuto de su vida ni siquiera se le ocurrió llamar por teléfono. Había jurado -y él era un hombre de honor que de La Moneda lo sacarían muerto antes que humillado. Cumplió su palabra con propia mano. Pocas horas antes, durante los más graves momentos del feroz ataque por tierra y aire, su encargado de prensa, el «perro» Olivares no resistió la tensión: se dio un tiro. Todos los demás, entre los cuales su amante y alguna de sus hijas, combatieron hasta recibir la orden de su padre de desalojar el palacio mientras hubiera posibilidades.

Del resto, todos fueron detenidos, fusilados o encarcelados.

Circunstancias, hombres y hechos.

Habría que ser un canalla para haberle deseado tal suerte a Chávez y su entorno. Para nuestra inmensa fortuna, Venezuela no es Chile. Sus hombres de armas no parecen feroces soldados que sigan órdenes de exterminio, así provengan de su propio comandante en jefe, ni éste parece capaz de inmolarse en defensa de sus ideas. Somos caribeños, no sureños.

Por ello, José Vicente Rangel, nada más y nada menos que el ministro de Defensa, no estaba muerto ni preso el viernes 12, cuando diera unas muy extrañas, extremadamente cautelosas, diplomáticas y muy sutiles respuestas a la periodista de El Nacional que lo entrevistara telefónicamente: «descansaré un tiempo, me cambiaré el cassette y volveré a escribir», dijo no sin un dejo de sofisticada melancolía.

Tanto el hoy vicepresidente como el resto de quienes constituyen «los hombres del presidente» parecen haber dado por hecho la caída del Jefe y aguardaban tranquilos y sin nervios el curso de los acontecimientos. Salvo el Fiscal, el menos llamado a pronunciarse, que lo hizo a pesar de su cargo y de la nación toda, que está en la obligación de representar. Y de todos aquellos que se movieron en la clandestinidad activando el contragolpe: ¿Bernal, Cabello, los cubanos.?

Por eso hoy, cuando está al borde del abismo, no es malo preguntarse: ¿Cuáles son de verdad verdad los resteados «hombres del Presidente».?

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