Opinión Nacional

Mélange

La llegada del nuevo año provoca sentimientos encontrados, como dice la
vieja canción: unos van riendo y otros van llorando. Con la tristeza por los
que se fueron y el recuerdo de sucesos ingratos se entremezclan los logros y
satisfacciones. Nadie puede sospechar, en los últimos minutos del 31 de
diciembre cuando se apresta al abrazo con familiares y amigos, cómo será ese
nuevo año: si será acaso el último de su vida o de la de algún ser querido,
si lo botarán del trabajo, si sufrirá algún accidente o enfermedad grave;
preferimos apostar por la esperanza, por la ilusión de un año mejor que el
anterior.

Cada país tiene su manera de celebrar el Año Nuevo, pero en todas las
culturas predomina el factor festivo, lo que varía es el tipo de fiesta. Los
venezolanos, bonchones por naturaleza, apelamos a la salsa, al merengue y a
todos los ritmos bailables que permitan menear el esqueleto, especialmente
de la cintura para abajo; a la caña en todas sus versiones y precios y a la
piromanía traducida en hacer explotar de manera incesante todo tipo de
detonantes. La televisión por cable permite a cualquiera sin necesidad de
viajar para verlo, contrastar esas tradiciones criollas con los conciertos
de villancicos en países de Europa; con los floridos desfiles o “parades” en
algunas ciudades de los EEUU y con la Reina de Inglaterra y su príncipe
heredero, presidiendo un espectáculo con famosos artistas en los jardines
del palacio real. Gracias también a la televisión por cable, se pueden ver y
oír en vivo y en directo, los mensajes de los más importantes mandatarios
del mundo, con Su Santidad El Papa a la cabeza.

Volviendo a los venezolanos, poco afectos a mantener nuestras tradiciones,
pareciera que hay el empeño de un alcalde capitalino, de las televisoras y
radios comerciales de todo el país y de muy populares orquestas y grupos
musicales, de instalar la tradición de la fiesta popular en la calle donde
todo el mundo baila y se abraza con todo el mundo.

Este año como el anterior pudimos ver en las pantallas de nuestros televisores a multitudes de caraqueños cantando y bailando al son de Guaco, Oscar de León, la Billo’s, etcétera. Nos referimos por supuesto al país normal, al que procura vivir
mejor sin dejar de ser lo que somos y hemos sido, al país con esperanzas y
anhelos sin etiquetas. Pero si alguno tuvo la curiosidad de sintonizar la
televisora del gobierno, se encontró primero con el lánguido concierto de
aguinaldos de un grupo coral infantil y un rato después, una señora contando
cómo fue que el Plan Robinson la conquistó para convertirse en maestra de
niños y jóvenes de la Patria, gracias por supuesto a Chávez y a su
revolución.

El 1º de enero, mientras las televisoras nacionales e internacionales
transmitían la continuación de conciertos, de otras celebraciones y de
mensajes de Jefes de Estado, el canal del gobierno nos permitía ser testigos
de un hecho inédito: la celebración del 45º aniversario del alzamiento del
Coronel (Aviación) Hugo Trejo en contra del gobierno dictatorial de Marcos
Pérez Jiménez .Allí estaba como orador central, el impenetrable ex militar
William Izarra, el mismo que abandonó el chavismo y despotricó de él para
regresar un tiempo después con mayores ímpetus “revolucionarios”. Estaban
también William Lara e Ismael García y uno que otro anciano participante de
aquella rebelión del 58.

No voy a detenerme en el desgrane ideológico de la revolución que hizo el
señor Izarra, verdadera filosofía primaria del chavismo; lo que extraña de
este caso es el rescate para esa parcela política de la figura de Hugo Trejo
un militar que se alzó contra la dictadura de Pérez Jiménez al que Chávez
tanto admira (o admiraba) hasta el extremo de quererlo invitar para su toma
de posesión en febrero del 99. ¿Es que Izarra anda por su lado y Chávez por
el suyo? Claro que no, estos muñecos jamás se atreverían a hacer vida propia
sin autorización del ventrílocuo: Chávez había tomado la iniciativa de
apropiarse de Hugo Trejo, el 18 de diciembre del 2003 en un discurso ante
los Círculos Bolivarianos.

Los expertos que analizan encuestas y observan con estupor la casi
inconmovible adhesión a Chávez de una tercera parte o algo más de los
habitantes de este país, aconsejan no desestimar ni subestimar la ideología
que éste ha logrado inocular en muchos de sus seguidores. Y quienes han
estudiado a fondo al personaje, se empeñan en asegurarnos que él no es
ningún loquito que anda por ahí improvisando, sino que tiene un proyecto muy
definido. No tenemos porque dudarlo pero ¿cuál proyecto? ¿No y que Pérez
Jiménez era un militar digno y un gobernante ejemplar defenestrado por las
cúpulas podridas? De ser así, ¿cómo es que Hugo Trejo que quería tumbarlo
también es un héroe de la revolución bolivariana?

Los humoristas antiadecos le endilgaron (entre 1958 y 1959) a Domingo Alberto Rangel el calificativo de “jurungamuertos”, antes de que este cortara pajita con Acción Democrática y se sumara a la lucha armada para derrocar a Rómulo Betancourt. En descargo del doctor Rangel deberíamos anotar que los muertos que “jurungaba” eran indiscutiblemente adecos. Pero los jurungamuertos del chavismo son además, unos profanadores de tumbas: sacan de estás los cadáveres que se les antojan y los hacen objetos de su propiedad y libre explotación. Así estamos, ideológicamente hablando.

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