Opinión Nacional

Nada que Celebrar

Venezuela ya tiene hoy una nueva Constitución pero no hay en el país, después de su aprobación, ni la esperanza ni el entusiasmo que podrían señalar que nos encontramos ante un nuevo comienzo, ante la apertura de un camino donde se superen los problemas políticos y económicos que nos han acosado durante las últimas dos décadas. No es sólo porque la tragedia inconmensurable de las inundaciones nos haya dejado a todos con el espíritu entristecido, con la sombría presencia de la muerte y el dolor justo cuando se aproximaba la temporada navideña de festejos y la preparación para recibir el mítico año 2000. Es también porque en sí misma, desde el punto de vista político y social, la nueva constitución ha nacido en circunstancias que no son propicias para el optimismo.

Una carta fundamental es el conjunto de normas básicas que asume una sociedad como marco de referencia para emprender una convivencia civilizada, el punto de partida desde el cual se construye el conjunto de leyes y reglamentos que tanto influyen, de un modo u otro, en nuestra vida cotidiana. Como tal, una constitución supone un consenso sobre puntos fundamentales, sobre lo que no puede ser arbitrario, coyuntural o parcializado. Y la nueva constitución que tenemos, por desgracia, carece de las condiciones que le permitan funcionar de esta manera: no ha sido construida sobre el consenso sino sobre la confrontación, después de una campaña electoral donde se han dicho enormidades que parecían ya desterradas de nuestro debate público; no representa más que la voluntad de un sector, una parcialidad o una persona, y está además plagada de detalles reglamentaristas y promesas incumplibles que la hacen poco adecuada como texto constitucional.

Los mismos resultados del referéndum aprobatorio, que asumimos como válidos en este artículo a pesar de las dudas que muchos puedan tener sobre su limpieza, muestran la división que existe en el país. Si bien el CNE no ha dado aún resultados definitivos -y parece que eso a nadie ya importara, porque la misma ANC ha proclamado su constitución sin tenerlos- las cifras son elocuentes al respecto: sólo unas tres millones de personas han votado afirmativamente en el referéndum, lo que constituye un 71% de los votos válidos emitidos, en tanto que la abstención ha sido de un 55% del total de los habilitados para votar. Eso significa que, de todo el padrón electoral, sólo un 32% se ha manifestado a favor de la nueva constitución, un 13% en contra y el resto ha permanecido, como ocurre desde hace unos años, en completo silencio. Si a esto añadimos que el presidente y sus partidarios dispusieron de todos los recursos posibles para alentar el «sí», que instaron -y casi conminaron- a los electores a dar un voto «positivo», encontraremos las razones de la falta de entusiasmo que señalábamos al iniciar este artículo.

La estrategia presidencial, vistas así las cosas, puede parecer profundamente equivocada: alentar la división nacional, estigmatizar a los adversarios y usar un tono descomedido para ganar una elección donde se vota por una nueva constitución pareciera la mejor fórmula posible para restar a ésta todo consenso a largo plazo, toda legitimidad frente a los millones que no se pronunciaron sobre ella o se tomaron el trabajo de votar en su contra. Pero esto, tal vez, no es simplemente un error. Puede interpretarse como algo mucho más peligroso, como una manera de asumir la política y la democracia no como un terreno donde se llega al consenso a través de la negociación sino como una guerra a muerte donde la orden del día es siempre liquidar o eliminar al adversario.

De esta actitud, que no inventamos nosotros sino que es la transcripción casi directa de las palabras del presidente Chávez, surgen las críticas sobre el autoritarismo del gobierno, los recelos de la comunidad internacional, las reticencias de los inversionistas y de los mismos ciudadanos corrientes que muestran, con su conducta, las profundas dudas que tienen sobre el futuro del país.

Habrá en los próximos meses una nueva convocatoria electoral para «relegitimar», como se suele decir, a las autoridades nacionales, estadales y municipales. La campaña -no hace falta ser brujo para vaticinarlo- será seguramente áspera, cargada de odios y amenazas, corta y frontal. Con todos los recursos del gobierno a su disposición, con la aquiescencia de un CNE cada vez menos independiente y con una oposición fragmentada y arrinconada es casi seguro que los partidos del gobierno logren entonces un control casi absoluto sobre la vida política del país. La estrategia habrá dado resultados y, en poco tiempo, todo el poder estará en manos del MVR y sus aliados.

¿Para qué servirá todo esto? Ya Rafael Caldera, entre 1994 y 1995 tuvo un poder casi similar en sus manos; ya nuestros caudillos y dictadores de antaño tuvieron también la suma del poder político a su disposición. ¿Se avanzó algo entonces? ¿Se mejoró en algo la calidad de vida de los venezolanos que, hasta 1940, se contaban entre los más pobres de toda la región?
Tengo la impresión de que nuestro proceso político está destruyendo, junto a los vicios de nuestra democracia, muchos de sus valores y de sus virtudes más significativas: el diálogo, la aceptación de la disidencia, la negociación, el respeto a las leyes y al derecho. Por ese camino, en el mundo de hoy, no se va a ninguna parte. Lo comprendieron así los pueblos de Europa Oriental y las decenas de países que, en todos los continentes, han abandonado los regímenes autoritarios en busca de mayor transparencia y responsabilidad de los gobernantes.

Quizás la crisis económica que vivimos lleve a Chávez a comprender que es necesario dar un viraje profundo a sus políticas y emprender el camino de la reconstrucción de nuestra economía, no sólo devastada por lluvias torrenciales sino también por un intervencionismo estatal que la ha llevado a la postración que hoy se encuentra. Ojalá que así sea. Mientras tanto, me sumo a la frase que dijera hace unos días el propio presidente: Venezuela, hoy, no tiene nada que celebrar.

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