Opinión Nacional

Ni Bolívar ni Castillo Lara son profetas en su tierra

En su lacónico mensaje de año nuevo del 1° de enero de 1901 (%=Link(«http://analitica.com/bitblioteca/ccastro/»,»Cipriano Castro»)%) inauguró el siglo que recién acabará, pidiéndole a los venezolanos erradicar de raíz «el odio que esteriliza nuestros mejores esfuerzos, los hábitos de discordia que han hecho de las clases directoras los más eficaces agentes de la miseria … y que han ahondado tanto en el corazón de las tendencias de nuestra política». En el locuaz cuanto emotivo mensaje «preinaugural» del siglo XXI, dicho por el presidente (%=Link(«http://analitica.com/bitblioteca/hchavez»,»Chávez»)%) en este último 1° de enero, me fue reconfortante su convocatoria a la unidad. Si su palabra empeñada se hace buena quizá acabaremos durante el 2000 con las violentas confrontaciones de ese pospuntojismo puesto de moda por la joven e imberbe república bolivariana.

Fue sugestiva, por cierto, su referencia a la traición de que fueran objeto (%=Link(«http://analitica.com/bitblioteca/bolivar»,»El Libertador»)%) y su pensamiento durante los dos siglos venezolanos situados en el final del milenio feneciente. Empero, lo así narrado por el Jefe del Estado llamó a mi automática memoria su altercado, innecesario por injusto, con el Cardenal Rosalio Castillo Lara. Observarlo me causó tristeza ciudadana y no solo indignación salesiana.

En anterior comentario recordaba que, dentro de las vertientes humanas que nos nutren a los venezolanos por obra del mestizaje, así el sedentarismo indígena, el autoritarismo y el romanticismo ibéricos y el ocultismo africano, nuestro denominador común es el igualitarismo. En su lado positivo nos ha permitido ser socialmente inaprehensivos y abiertos, pues todos somos producto de la mayor o menor movilidad social alcanzada por el país y lamentablemente estancada en época reciente. Mas, en una línea contraria, ese “igualitarismo”, cosa distinta del sentido humanizador de la igualdad, también nos ha conducido a ser igualitarios hasta para los agravios y las ofensas, en tanto y en cuanto no nos afecten personalmente.

Cuando algo bueno nos ocurre desbordamos en la generosidad. Pero, cuando la desgracia nos abate, vemos con malos ojos a quienes en buena lid se hayan liberado de la misma. Pero, del mismo modo, ese igualitarismo, fuente de nuestra irresponsabilidad como personas únicas e inhibitorio de nuestro sentido final como sociedad de hombres libres – cosa distinta del montón o del agregado de gentes -, nos ha impedido respetarnos y reconocernos los unos a los otros en una historia común y en el reconocimiento de nuestros valores compartidos. Y, por ello, para igualarnos ante quien haya sobresalido le asaltamos y humillamos, lo hacemos objeto de burla e incluso, vituperamos de adulones a quienes tengan la osadía de destacarle algún éxito.

De modo que, en línea con esta reflexión que dejo a título constructivo, quizá sea ese igualitarismo reductor el origen de nuestros males y, mejor aún, de nuestras inconsecuencias: Es el caso del Bolívar agónico en Santa Marta y durante su siglo y, sin ambages, también el caso del Cardenal Castillo durante nuestro siglo, urgido de un exorcismo según el blasfemo comentario de sus detractores.

Castillo Lara, por ser quien es y por ser su voz una voz de compromiso con las ideas y de pastor de la catolicidad, mal podía predicar en su querida Venezuela – no lo ha hecho nunca – atado a lo subalterno. Cuando habla, como lo hizo durante la campaña electoral reciente y con el verbo pausuado pero muy firme y severo que le caracteriza, lo hace para recordarnos principios indeclinables, suficientemente enraizados en la conciencia colectiva y cristiana de la venezolanidad. Su palabra, por ende, tiene que ser apreciada y, de ser posible, consultada en una hora tan menguada como la que vivimos.

Él es un hombre sencillo nacido en San Casimiro y apegado como quien más a lo nacional, tanto que abandonó los honores de su elevado ministerio para asumir la condición modesta de cura de pueblo en Güiripa. Él, para orgullo de la tierra de Bolívar, no sólo alcanzó la dignidad de Príncipe de la Iglesia Universal sino que, apreciadas sus luces por el mismo Juan Pablo II, ejerció como Gobernador del Estado Vaticano, administró con sabiduría y rectitud reconocidas los bienes materiales de la iglesia en el mundo y, lo que es más, fungió como el gran constituyente de su contemporaneidad, al darle de su pluma el Código de Derecho Canónico vigente.

Ojalá que en el año del Jubileo recién iniciado, alcancemos la reconciliación y, sobre todo, tengamos la humildad de pedirle perdón por las ofensas a ese pastor de los predios de Aragua y, para nuestra satisfacción venezolana y por siempre, Presidente Emérito de la vaticanidad

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