Opinión Nacional

Ni Cristo, Ni Bolívar

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Pareciera que ni Cristo, ni Bolívar hubiesen atinado en la escogencia de sus representantes aquí en la tierra, o será, más bien, que encomendando su doctrina a patanes de dusosa idoneidad, la quieren, por paradójica antítesis, preservar del olvido y la caducidad.

Ya decía Platón que toda buena idea que cayera en manos de los sofistas –educadores de la Grecia clásica al servicio del “establishment”- perdía su esencia, su alcance, su fuerza y su brillo. Las ideas secuestradas por un sistema –llámese estado, iglesia, partido político e incluso escuela filosófica o psicoanalítica- se convierten a su vez en carceleras y maestras de intolerancia.

Pedro, a pesar de su testimonio final, le mostró al mismo Mesías, cuando andaban juntos por los caminos de Palestina, su poca inteligencia, su testarudez y, sobre todo, su cobardía y su traición. Sin detenernos en los papas Aviñoneses y Cruzados que convirtieron el Evangelio en pretexto de conquista, lucro y dominación, ni en los papas Borgias y Farneses que encerraron los sacramentos en una mazmorra palaciega, intrigante y administrativa, quisiera llamar la atención sobre los papas contemporáneos que, con muy contadas exepciones, olvidando lo esencial de la Buena Nueva, han puesto un acento inquisitorial y obsesivo en los «affaires» que yo llamo «del ombligo p’abajo», es decir en la sexualidad.

Cayó Pablo VI en la trampa de la píldora anticonceptiva y le explotó a Juan Pablo II la tragedia del Sida. El primero se aferró a la única, según él, tabla de salvación: el «coitus interruptus» y el segundo condenó, en plena pandemia inmunodepresiva, el uso del preservativo. Ambos, ignorando veinte siglos infructuosos, arguyeron que la solución era «la educación de la sociedad en el amor».

En el decenio que precedió el jubileo del dos milésimo aniversario del nacimiento de Cristo, el Papa Juan Pablo II pidió, generalmente a regañadientes, perdón por las graves faltas cometidas por la Iglesia Católica a lo largo de su larga existencia. Pasaron por el filtro de los “mea culpa light” las cruzadas, la inquisición, la colusión de la cruz y del cañón en la conquista de América y el diplomático y ensordecedor silencio de la Iglesia durante la segunda guerra mundial. Un solo ejemplo basta para ilustrar el “regañadientes” de estos perdones: protegiendo la jerarquía Juan Pablo II hizo recaer casi todo el peso del silencio y la colaboración con los regímenes fascistas y totalitarios de la primera mitad del siglo XX sobre los hombros del Pueblo de Dios. Se le olvidó mencionar, por ejemplo, que de los treinta y tantos obispos franceses de la época, solamente uno, el de Toulouse, tuvo la santa valentía de subirse al púlpito y hacer valer su deber pedagógico-pastoral para advertir a sus feligreses que los judíos eran hermanos y que también las doctrinas anti-comunistas eran ateas. Se quedaron esperando el perdón del jubileo, entre otros, los negros privados de alma para poder ser vendidos como objetos por las grandes potencias católicas europeas y las madres, esposas e hijos de los suicidas que fueron castigados por la Iglesia, hasta el Concilio Vaticano Segundo, con el terrible anatema de la condenación eterna de su doliente.

La Iglesia, siendo infiel con su razón de ser, El Evangelio, se ha focalizado con frenesí freudiano en el tormento y la tormenta de la sexualidad. En vez de contemplar y enseñar el Cristo de las Bienaventuranzas, el Cristo del “estuve enfermo, desnudo, encarcelado, triste, hambriento”, o el Cristo que, ni siquiera, condenó a la mujer adúltera, la Iglesia y el occidente cristiano se han quedado embelesados ante las bíblicas y perversas descripciones del incesto primigenio, de un Abraham prostituyendo su mujer, de un Salomón rodeado de setecientas concubinas, y de Sodoma y Gomorra destruidas por el castigo de los pecados de la carne. San Pablo, en el Nuevo Testamento, por una maravillosa descripción del Amor en el capítulo trece de la Primera Epístola a los Corintios, nos da mil recomendaciones y amenazas contra la sexualidad y el placer carnal. Así, en la misma epístola antes mencionada, capítulo cinco, recomienda que a un pobre desgraciado que tuvo la mala pata de acostarse con su madrastra, la comunidad lo eche de su seno y, en nombre de Jesucristo, lo entreguen a Satanás y a la ruina material. Pone maquiavelicamente en el mismo plano a los transgresores del único mandamiento que dejó Cristo, el del Amor (ladrones, chismosos, avaros, borrachos, adoradores de ídolos, explotadores) y a los débiles que no resisten a las pulsiones “del ombligo p’abajo”.

Le ha reventado, como implacable bumerán, la bomba de tiempo de la pedofilia en el mundo clerical al Papa Benedicto XVI. En vez de hacer “caida y mesa limpia”, reevaluar el rol de la iglesia en escuelas, colegios, orfelinatos, correccionales, etc. y olvidarse de los “perdones light” ha permitido que el número dos de la Iglesia Católica, el Secretario de Estado del Vaticano, Cardenal Tarcisio Bertone aplique la innoble política del “pido perdón, pero yo no fui”. Alegando haber consultado psiquiatras y psicólogos de ignorado pedigrí el ilustre prelado aseveró, despreciando la pena y la verguenza del pueblo de Dios, que la homosexualidad era la causa de la pedofilia. Confundió pública y voluntariamente la escogencia de un tipo de sexualidad con una perversión abominable y criminal. Seguramente Su Eminencia consultó aquella Escuela de Psiquiatría (DSM-IV de la American Psychiatric Association) que asevera doctoralmente y sin pudor alguno que tener relaciones sexuales con una cabra en un apartamento o casa de la ciudad es una horrible perversión (zoofilia), pero pasar una tórrida luna de miel con la misma individua en la soledad del campo es completamente normal y más aun si se es granjero o pastor. (De cabras, no de almas)

Salvando las inconmensurables distancias entre los personajes, las situaciones y las doctrinas, también los sedicentes representantes de Bolívar en la América Latina, Hugo Chávez y Evo Morales, son maestros en el arte de falsificar y utilizar su pensamiento para saciar su mezquina sed de poder y su gloria personal. Chávez ha alcanzado lo superlativo del dislate al proclamarse cristiano y marxista, marxista y bolivariano; su sexualidad trastornada, machista y barriobajera lo hacen amenazar constantemente a quienes no piensan como él con un estentóreo: “¡Vayan a lavarse ese paltó” o a su aporreada consorte: “Esta noche te doy lo tuyo”; ha llegado al colmo de contar en cadena nacional cómo aprieta las nalgas para no cagarse los pantalones! El aculturado y servil Evo Morales no ha querido quedarse solamente con el “bolivariano” -patia, socialismo o muerte- y la semana pasada nos aflojó la perlita de que los hombres que comen pollo transgénico se convierten en redomados homosexuales y, pa’ más ñapa, se quedan calvos.

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