Opinión Nacional

Orwell y por qué Chávez no se calla

A pesar de la historia común y los lazos que nos unen, los acontecimientos de Venezuela apenas si tienen impacto en los medios de comunicación españoles. Después del sonado “¿por qué no te callas?”, los intereses económicos movieron todos los resortes diplomáticos para que se corriera un tupido velo y los españoles pudiéramos volver a mirarnos el ombligo sin alterarnos por lo que sucede al otro lado del Atlántico.

¿Por qué no se calla? Permítame el rey de España que responda a su provocadora pregunta.  

Consciente del poder que conceden las palabras, Hugo Chávez se emplea a fondo en ellas. Ni se calla, ni pierde la oportunidad de silenciar a quienes se atreven a responderle.

El análisis del discurso de Chávez como instrumento de poder admite un amplio abanico de enfoques. Tomando a George Orwell como punto de partida, me gustaría exponer algunas reflexiones para plantear hasta qué punto se puede ejercer el control sobre los demás con un uso eficaz de las palabras.


En Rebelión en la granja, la fábula genial de Orwell, los animales expulsan a los humanos de la Granja Manor para gobernarla ellos mismos. Los cerdos asumen el liderazgo y, lo que parecía una situación idílica, evoluciona, hasta convertirse en una despiadada tiranía. La historia, que no ha perdido un ápice de vigencia, trasciende el mero relato anecdótico que, a través de un juego de espejos, invita a la comparación de esta granja con un sistema político concreto y sus personajes históricos. Interpretando la obra como mero reflejo de la rivalidad entre Stalin y Trotsky, nos pasará desapercibido ese mar de fondo por el que se navega hacia un sistema totalitario que surge, paradójicamente, a partir de las legítimas aspiraciones de un pueblo.  


En 1945, cuatro años después de publicar esta obra, Orwell escribió 1984. Fue su última novela; el colofón a la célebre impostura de que “todos los animales son iguales.”  No hay cerdos, sino personas, al menos en lo que concierne a su apariencia física. Y, como si el mismísimo Orwell hubiese sido silenciado por el pesimismo opresor que infunde el omnipotente Gran Hermano, no caben ya nuevas revoluciones


Sin embargo, mucho antes de 1984, en plena euforia por hacer posible la utopía en la granja, vemos que ni el caballo Boxer avanza más allá de la D en el alfabeto, ni la gata se gana la confianza de los gorriones con su repentina bondad. Ante la imposibilidad de cambiar hábitos arraigados en la población adulta, el puerco Napoleón convierte la educación de los cachorros en un asunto prioritario. Se apresura a destetarlos de sus madres para ocuparse él mismo de su instrucción, manteniéndolos en  tal grado de reclusión “que el resto de la granja pronto se olvidó de su existencia.” Así, mucho antes de implicarse en los proyectos productivos y de mostrar sus verdaderas intenciones, comienza, de manera astuta y apenas perceptible para los demás animales, e incluso para el lector distraído, el verdadero cambio en lo que fuera la Granja Manor: el adoctrinamiento de la siguiente generación. Los cachorros sólo podrán aspirar a ser dóciles borregos, perros guardianes, abnegados burros de carga o palomas mensajeras al servicio del cochino régimen encargadas de llevar el mensaje de la revolución hasta el más recóndito lugar y, sobre todo, —y esto es importante—, de soltar una oportuna cagada sobre quien ose sacar la cabeza, sepultándolo bajo el hedor de la sospecha.  


¿Hay alguna similitud entre esta fábula y la revolución bolivariana de Hugo Chávez? Si así fuera, ¿estaría el presidente de Venezuela camino de convertirse en el Gran Hermano?


El ser humano estructura el pensamiento a través del lenguaje.  Quien lo domina tiene una poderosa arma de control. Orwell no descubrió nada nuevo en ese sentido y se limita a mostrar cómo una eficaz manipulación de las palabras otorga la capacidad de falsear la Historia o de cambiar los mandamientos que, a modo de constitución, rigen la vida en la granja. Basta un leve matiz en la letra de la ley, apenas perceptible para una población analfabeta. El lenguaje concede a estos marranos, —¡tan humanos!—, la oportunidad de achacar las catástrofes al gobierno anterior o a los traidores; con la amenaza de invasión como gran coartada para justificar los abnegados sacrificios de unas almas cándidas.  

En las últimas décadas la crítica postcolonial ha generado una amplia literatura sobre el uso de la lengua como arma para someter a los más débiles. Críticos como Edward Said y Homi K. Bhabha alegan que, junto con la imposición de su lengua, el poder colonial inventó mitos y una realidad distorsionada que consolidara su dominio. Pero estas tácticas, tan antiguas como la presencia del ser humano en la tierra, no han sido patrimonio exclusivo del colonialismo anglosajón.

Con la invención de tradiciones y símbolos de carácter sagrado, los cerdos orwellianos refuerzan un concepto de nación excluyente, alimentada por la confrontación. Urge cambiar el nombre de la granja, crear una bandera, condecoraciones, pompas y ceremonias. Los inocentes lazos que adornan la crin de la coqueta Mollie son ahora signos burgueses que la convierten en sospechosa.

Paso a paso, la arcadia inicial donde todos los animales son iguales, va transformándose mediante una manipulación eficaz de la lengua; unas veces sutil, otras, descarada. Aunque con distintos grados de entusiasmo, todos jalean el machacón balido de las ovejas,  que ha evolucionado del “¡cuatro patas sí, dos pies no!”, hacia una nueva consigna con la que se acalla a quienes todavía sean capaces de distinguir a un chorizo sobre dos patas de un ser humano: «¡cuatro patas sí, dos patas mejor!»

Podría parecer que Chávez utiliza la obra de Orwell como manual de propaganda y gobierno, pero la realidad me parece más sencilla: Orwell se limita a presentar el modus operandi de un déspota cualquiera.


Al margen de las similitudes con la Venezuela actual, la extinta URSS o cualquier otro país, Orwell pone el dedo en la llaga de la educación. Aunque parezca una perogrullada, sabemos que antes de hacer un discurso coherente se necesita pensar.  Por ello la primera tarea de los nuevos líderes es la imposición de un pensamiento único que deje intelectual y dialécticamente inermes a los gobernados. Sin una capacidad de estructurar las ideas y, menos aún, de verbalizarlas, se habrá conseguido el primer objetivo: que las escuelas produzcan obedientes peleles.  ¿Los insumisos? Cada vez menos. Gracias al adoctrinamiento, la dialéctica del miedo, el acoso y la resignación, una buena mañana amanecerán en 1984. La fecha, que parece un salto atrás en el calendario, sería la gran zancada hacia adelante del Gran Hermano bolivariano.

Como mandan los cánones del género, la fábula de Orwell tiene su moraleja: dejemos la educación de nuestros hijos en manos de unos políticos más interesados en amaestrar borriquitos que en tener ciudadanos pensantes que les exijan cuentas; y nunca faltará quien esté dispuesto a enseñarles a rebuznar en el establo de la mezquindad. Desentendámonos de su formación; y cualquier desaprensivo tendrá el campo libre para abonarlo con su resentimiento. Olvidémonos de vigilar la formación de nuestros jóvenes; y habremos contribuido a que jamás crezcan los frutos de la inteligencia ni las flores de la creatividad que nutren a una sociedad libre y próspera.

En mi opinión, casi todos los políticos, como los animales orwellianos, son iguales.  A partir de esta premisa, el que algunos sean “más iguales que otros” dependerá del poder que les demos nosotros, los ciudadanos, al cederles la palabra para que nos representen en unas instituciones independientes que nos permitan expresarnos en una prensa libre y que promuevan una educación que fomente un pensamiento crítico.  

Que cada quien saque sus conclusiones poniendo el nombre que crea conveniente al cerdito manipulador según el pesebre o cochiquera local, regional o nacional que padezca.  “En el principio existía el Verbo”, inicia el Evangelio de San Juan. En política y educación, también; aunque éste que nos ocupa luzca una vulgar minúscula.

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