Opinión Nacional

Palabras del Dr. Jaime Requena en el bautizo del Libro “Implosión Corporativa”

Señores:

Nada mas a propósito para iniciar estas palabras, que el epitafio del libro que hoy bautizamos. El se reduce a una frase lapidaria de Arturo Uslar Pietri, emitida en 1993 y que reza:

“Algún día habrá que escribir con objetividad la larga historia de los años en que la industria petrolera crece y alcanza su pleno desarrollo, casi como un huésped extraño y temible, en medio de un país atrasado que veía con admiración y recelo aquel despliegue de técnica y de capital extranjeros, con no pocos sentimientos mal definidos de resentimiento y de dignidad nacional ofendida”.

Me atrevo a decir hoy y aquí, que el libro “Implosión Corporativa” de Antonio Pérez Márquez, debería ser contado como uno de los primeros volúmenes de esa serie de estudios que Don Arturo nos reclamó. Otros deberán seguirlo y ¡ojalá que así sea! Como sociedad, estamos en la obligación de encontrar un modelo de gestión eficiente que le permita a nuestra principal fuente de recursos generar, en todos los niveles y estratos, ese bienestar que no sólo nuestra generación demanda, sino que las generaciones que nos seguirán, merecen. Y es que el petróleo que hoy extraemos también es de ellos. Como sociedad habríamos fracasado si todo lo que encuentre nuestra descendencia sea ¡diques para remediar subsidencias!

Antes de entrar a justificar la trascendencia del libro que hoy tengo el honor de presentar ante ustedes, permítaseme tomar la licencia de referirme a la pequeña historia que todo libro tiene y que es muy distinta a la que narra. Conocí a Antonio Pérez Márquez hace unas semanas atrás, cuando se acerco a mi oficina a traerme una copia del libro y contarme que, en alguna medida, este esfuerzo intelectual había cristalizado un 9 de febrero del año 2003, mientras leía un articulo mío titulado “En defensa del CIED” y que salió publicado en su edición de ese día de EL NACIONAL.

Empero, antes de glosar un poco lo que escribí en ese entonces, permítaseme recordar lo que estaba ocurriendo en ese entonces. Aquellos eran días muy duros para todos y las noticias fluían más rápidamente que lo que podía hacerlo el papel en las rotativas. Si bien la industria petrolera, específicamente la producción, refinación y comercialización de los crudos, era el centro de atención de la conmoción ciudadana, el porvenir del CIED y el INTEVEP, sus centros neurálgicos, no eran vistos como primordiales. Enfrentados por espacios en el papel o en las pantallas de los televisores, las colas en las gasolineras o en los portones de las instalaciones petroleras, se llevaban la palma ante las crisis de personal y las perdidas de valores y capital intelectual que sacudía a la industria. Es así que para no perder la costumbre, la publicación de ese artículo invernaba esperando el nihl obstat del Jefe de Redacción de EL NACIONAL, quien lo aguantaba hasta encontrar un resquicio donde pudiera darle vida a otra de mis opiniones, siempre un tanto fuera de la corriente principal.

Esa circunstancia mediática fue lo que condicionó a que ese articulo mío no saliese en la clásica página cuatro de opinión de EL NACIONAL, sino en su cuerpo de economía y negocios, como una especie de noticia. Comentaba en ese escrito que la anunciada reestructuración de nuestra industria petrolera tenía otras motivaciones, muy distintas al expresado deseo del Ejecutivo Nacional de multiplicar los aportes al Fisco por parte de PDVSA. Además de la evidente necesidad, política y circunstancial, de aislar y desplazar a los huelguitas de sus puestos de trabajo, el discurso político estaba orientado a rechazar la cultura laboral existente y cambiar la filosofía operativa empresarial. Los arietes en la contienda eran la existencia de una despreciada meritocracia como principio jerarquía de la organización de recursos humanos y de una vilipendiada Orimulsion, ejemplo de investigación y desarrollo orientado a satisfacer intereses ajenos a la conveniencia nacional. La necesaria e inevitable reestructuración de PDVSA, implícita en ese contexto, no resultaría ser fruto de un despasionado, concertado y reflexivo análisis de los logros, fracasos y objetivos de la empresa, sino la síntesis de unos supuestos que representaban un accionar basado en vetustos paradigmas de la izquierda marxista leninistas de mediados del siglo pasado, salpicados de consignas populistas empaquetadas en clichés extraídos oportunísticamente del dogma independentista bolivariano.

A los ojos de los gobernantes de la Quinta Republica, el logro de la vieja PDVSA de haber alcanzado una homogénea cultura organizacional, era contrario a los intereses del proceso revolucionario. Esa cultura era responsable directa del paro y los empleados en paro representaban una casta innecesaria, propiciadora de la exclusión de sus conciudadanos del mana petrolero. Muy hábilmente, el Ejecutivo Nacional aprovechó la circunstancia de la huelga laboral nacional para deshacerse de miles de trabajadores, gerentes, profesionales, administradores, técnicos y obreros de la industria petrolera y que estimó no compartían sus creencias políticas. A partir de aquel nefasto Alo Presidente en donde se señalaron con nombre y apellido a los cabecillas del movimiento gremial, se inicio una razzia que aún llega hasta estos días. Con la eventual vaporización del CIED, el Ejecutivo logró eliminar la fuente de donde los hombres y mujeres del petróleo se nutrían de sus más caros sentimientos gremiales. Una escuela que los había llevado a abrazar una misión y comprometerse con una visión que los hizo profesionales y solidarios en el devenir de su corporación.

Para cualquier proceso revolucionario solamente el líder puede dictar las pautas y definir los patrones de conducta de sus súbditos. Ello requiere de una concepción única de país. En el caso de nuestra tropical Quinta República, ello pasa por una visión de igualdad y una noción de socialismo que eufemísticamente podríamos definir como popular y parejera. Y si bien esta visión se aplica con rigor a capataces y obreros, administradores y científicos, educadores y trabajadores, otros, como militares y jerarcas, no les toca conllevarla con rigor pues, como toda regla, tiene sus excepciones y el devenir social de los afortunados está bendito por un dedo milagroso. Ellos, militares y jerarcas son los nuevos excluidos, pero en el peor sentido de la palabra.

Hace dos largos años se podría haber pensado que el punto focal del accionar del gobierno en el tema petrolero era modificar una determinada cultura o filosofía per se; la transformación de un modelo organizacional y gerencial por otro, con un juego diferente de principios y valores. Empero, hoy, la implacable historia, nos revela que para las autoridades políticas lo medular ha sido la supresión, total y absoluta de principios y valores, y no de su transformación, como alguna vez se nos pretendió vender. En realidad, la llamada nueva PDVSA no requiere de una cultura o de una filosofía; no es necesario tener un CIED o algo que se le parezca o substituya. Tampoco es necesario tener un Centro de Desarrollo Tecnológico, como el viejo y noble INTEVEP, que pueda generarle capital tecnológico y que le permita a la empresa ser líder en el negocio globalizado. Para la nueva PDVSA, las nociones de empresa o negocios, asociadas a los conceptos de cultura y filosofía, no han tenido relevancia. El asunto fue, es y será otro; lo meramente político. Ya no es ni siquiera un problema de precios, asunto irrelevante en el medio de una bonanza petrolera. El meollo estriba en castigar a quienes no nos acompañan en el proceso revolucionario quitándoles barriles y premiando a los compañeros de ruta, dándoles petróleo con grandes descuentos. Así de simple.

El tema de la cultura empresarial era tan crucial cuando hice el análisis que tanto motivo a Antonio Pérez Márquez como lo puede ser ahora y su paralelismo no se les escapara a ustedes. Durante el proceso de nacionalización de la industria petrolera, a mediados de los 70, se observó que la cultura organizacional de los empleados de las diversas empresas operadoras mostraban un alto grado de heterogeneidad. Ello causó gran preocupación a los nuevos directivos de la estatal petrolera, ya que la experiencia les enseñaba que ello sería fuente de ineficiencia. Ante eso, decidieron crear una estructura educacional corporativa que atendiera los ingentes problemas de formación profesional y, concurrentemente, contribuyera a desarrollar una identidad cultural propia, el CEPET predecesor del CIED.

La misión de esas estructuras corporativas educacionales y de desarrollo profesional es formar a su personal en todos los niveles; gerencial para asegurar la proyección y liderazgo institucional, técnica, para mantener el dominio, presente y futuro del negocio y; operativo, para la capacitación de sus obreros con miras a incrementar su eficiencia y asegurar su seguridad laboral, amen de la del ambiente donde se desempeñan. Una cultura organizacional actúa como columna vertebral del quehacer operativo y permite una alta eficiencia administrativa. El llevar a todos los empleados a abrazar una misión institucional, compartir una visión de su negocio y exhibir homogeneidad en los procedimientos y procesos operativos, fue uno de los logros más singulares de la industria petrolera venezolana nacionalizada.

El pretender que la existencia de una determinada cultura es inconveniente a los intereses de una administración es algo supremamente estúpido. Y la mejor prueba de ello, es aplicar el mismo razonamiento a otra estructura estatal cuyo funcionamiento también depende de principios como la meritocracia y el profesionalismo. Me refiero a la Fuerza Armada Nacional y, específicamente, a sus academias y escuelas de formación. En esas estructuras educativas tan especiales, en paralelo con la formación profesional se trata de inculcar una cultura particular que prepare a cadetes y oficiales para tener un impecable desempeño en sus labores de seguridad y defensa de la nación.

Dicho todo esto, es evidente que, algo fallo dentro de la vieja PDVSA. A pesar de todos sus logros y bondades, como empresa se desplomó y arrastró a miles, casi dos decenas de sus empleados a un abismo de infortunios. El análisis, objetivo y exhaustivo, de todo lo narrado que hace Antonio Pérez Márquez en su libro “Implosión Corporativa” transita por el estudio, en profundidad, de la motivación que llevó a buena parte de los trabajadores de una de los principales complejos industriales energéticos del mundo, a paralizar las actividades laborales y enfrentar al poder ejecutivo nacional, desatendiendo las directrices de la presidencia de la empresa. El fracasó en aquel empeño no se puede ocultar. Empleados y sus familiares han tenido que enfrentar los desastres que significo la perdida de sus trabajos y el desplome de sus formas de vida. Humanamente hablando, el daño ha sido gigantesco. Obviando el tema de culpas, ya que no es este el momento ni la circunstancia de enfrentarlo, los hechos indican que algo anduvo terriblemente mal. Y es que si la estructura y organización, los principios y valores, hubieran sido justos y nobles, los acontecimientos no hubieran ocurrido como lo hicieron y el resultado hubiera podido ser otro.

La gran interrogante es ¿que estuvo mal hecho? Ella, sin duda alguna, se constituye en el gran telón de fondo de esta valiosa e importante contribución. Empero, no debo ser yo quien abunde sobre este punto. Prefiero dejar que el autor del libro “Implosión Corporativa”, el doctor Antonio Pérez Márquez, un reconocido y capaz conocedor del asunto se los diga con sus propias palabras. Empero, antes de dejarlo a él que nos de un tour por ese interesantísimo universo, quisiera, para finalizar, retomar el tema del epitafio del libro en dos asuntos. En primer lugar y a nivel de Estado, deseo utilizar esta oportunidad para expresar la necesidad de que definamos la estructura y organización que debe tener la empresa estatal petrolera venezolana. Si bien, la vieja PDVSA tenía fallas considerables no debemos esperar a que nos explote en la cara la nueva PDVSA la cual, mucho me temo, tiene aún mucho más carencias que la anterior.

En segundo lugar, y sobre un terreno menos general pero sobre el que estoy obligado a actuar por deformación profesional, reclamo la aparición de una obra similar a la que hoy estamos bautizando, pero dedicada al otro componente neurálgico de cualquier corporación tecnológica. Me refiero al cerebro productor de capital tecnológico, al INTEVEP de PDVSA,. Allí la razia de talento del 4 de febrero del 2003, logró la virtual desaparición de esa institución. El INTEVEP que solía publicar unas cuantas docenas de trabajos científicos y tecnológicos cada año, retrocedió a sólo unas 4 (cuatro) entradas en la base de datos del Institute for Scientific Information durante el año pasado. Si bien se podría argumentar que esos artículos de factura académica no son el mejor indicador de la actividad profesional de una institución como el INTEVEP, el número de patentes, sí debería reflejar su capacidad de creación y liderazgo tecnológico. Un análisis de esta información confirma la magnitud del descalabro sufrido por el INTEVEP. Mientras que solía obtener dos a tres docenas de patentes cada año, durante el año 2004 apenas le fueron concedidas algo más de media docena. Lamentablemente, lo que todo el mundo preveía después del despido de 881 tecnólogos, profesionales y técnicos se hizo realidad; no es viable una institución que se da el lujo de prescindir a la mitad de sus trabajadores más calificados y con máxima experiencia.

Estos hechos, creo que justifican ampliamente el revisar las políticas sobre estas instituciones cruciales para nuestro devenir. Pero para hacer eso, hay que conocer sus antecedentes. En el caso de los recursos humanos de PDVSA, el libro de Antonio Pérez Márquez señala el comienzo de la tarea. Y por eso sólo vale la pena darle la bienvenida a este mundo.

Caracas, 15 de septiembre de 2005

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