Opinión Nacional

Praga, la hechicera

Praga bien podría ser denominada la hechicera, no hay turista, viajero, peregrino, que la haya visitado y no haya quedado prendado para siempre del misterio y la elegancia de esta ciudad evidente y vistosa, la de las cien cúpulas, así como de los de la otra, la recóndita que reside latente en el secreto escondido en pequeñas casas y pendientes callejuelas que conducen al legendario Castillo, en el repicar de las campanas de las incontables iglesias del barrio de Malá Strana, en el bullicio abovedado de vetustas cervecerías y atascadas tabernas, en el lento fluir, en sí mayor, del río Moldava que conserva intactos, sin embargo, sus bríos ocultos y vigentes sus recintos incógnitos para contribuir todos a incrementar los enigmas arcanos, los entresijos misteriosos de esa ciudad sin explicaciones. En efecto, parece que “el poder penetrar su telaraña inmaterial queda sólo para aquellos que consideran a esta ciudad y a este país como sus natales.”

Jaroslav Seifert, el poeta checo, Premio Nóbel de Literatura, el pragués mayor de las letras de la comarca, en su libro de memorias Toda la belleza del mundo, se confiesa un fervoroso enamorado de Praga, la ciudad de Oro, de esa urbe cuyo nombre en la lengua materna del escritor: “suavemente modelado por los labios y el aliento – se pronuncia con una “h” muy ligeramente aspirada Praha, según los entendidos – tiene el género que pertenece a las madres, las mujeres y las amantes.”

Esa ciudad de ensueño, la madre de todas las ciudades, que, indistintamente, ha sufrido sobre sus fortificadas murallas – “que están fijadas no solamente por sus fundamentos, sino también por nuestras mentes y nuestros corazones” – el fuego y el embate de fraticidas guerras ancestrales e irracionales conflictos contemporáneos, ha sido, una y otra vez, protegida de los inevitables destrozos físicos e ideológicos por su célebre Castillo, construido en la colina que da franca sobre el Moldava, vigilante sempiterno y defensor incondicional de la irremisa ciudad frente a peligros nuevos y amenazas viejas. Seifert confirma: “los sentimientos cubren suavemente el pasado lejano y cercano con un velo de leyendas y cuentos que, sin intentar dañar la verdad, aligeran los destinos y ayudan en épocas de desgracia, a pensar en tiempos mejores. ¡Acordaos cuando sobre el Castillo levantaron una bandera con la cruz gamada!”

Sobre la inolvidable capital gravita además del misterioso y característico Castillo, con su silueta indeleble, sus fantasmas rabiosos y sus espectros vengativos que pusieron en entredicho la valentía y las creencias del rey checo Carlos IV, la Catedral de frescas ágatas, San Vito, que le otorga a la antigua Ciudadela, a la Ciudad Vieja, un aura de majestad y ensueño que pocas ciudades del mundo disfrutan. Praga emerge de su hoyo geográfico para quedar suspendida en el recuerdo y la evocación sostenida por las interminable agujas de las torres de una basílica que acerca el mismo cielo a ese paraíso terrenal que es la propia e inimaginada ciudad de oro, en especial, cuando llegan aquellos momentos en los que “hay que guardar silencio. Dentro de unos segundos, cuento hasta cien, empezarán a reventar pegajosamente los húmedos capullos de las castañas. Voy a contar: uno, dos, tres, cuatro…noventa… ¡ahora!”

Praga es vida, celebración y fiesta, pero también es muerte y catafalco, cadáver y cementerio, deudo y velatorio, y más cuando de los judíos se trata. En el mismo centro de la capital, la muerte silente y solitaria compite inexplicablemente con la vida bulliciosa y comunitaria. Allí están, a la vista de todos, pragueses y turistas, en tumbas agrupadas y diversas que hablan de tribus, fechas y linajes, las lápidas de los innumerables descendientes hebreos que hicieron de la ciudad un lugar privilegiado del saber y del comercio. No es extraña a nadie esta paradoja existencial, la muerte cohabitando con la vida en pleno centro de la capital, sin embargo, al poeta Seifert, impresionado vivamente por esta irónica oferta turística de tour multitudinario, reclama: “este famoso monumento es como un reproche: ¿Cómo pudieron permitir, los encargados y los no encargados, que se cortasen partes del cementerio judío para obtener parcelas y construir allí unos estúpidos edificios de pisos, que todavía están allí para vergüenza de sus promotores? Las cinco sinagogas, el cementerio y los restos del ghetto constituirían hoy un área histórica, significativa también por la tradición de los sabios rabinos de Praga y coronadas por las leyendas judías, famosas mundialmente.”

La capital checa es castillo, río, callejuelas, cervecerías, iglesias, marionetas, puentes, palacio arzobispal y cafeterías libertarias que son un abierto desafío, una afrenta, una provocación a diferencias y credos, tal como siglos atrás, en medio de una de las mayores y más profundas escisiones que haya conocido la catolicidad, liderizó Jan Hus, aquel bohemio indoblegable que estudió latín en la Universidad Carolina, para luego ordenarse sacerdote , convertirse en Rector Magnifico de la Universidad y reputado y combativo predicador luterano, prontamente excomulgado y finalmente achicharrado en el fuego de las justicieras hogueras de la verdadera y única fe. Hoy se le tributa laico homenaje al hereje en el monumento que la ciudad construyó para intentar reconciliarse con uno de sus más controversiales personajes. Jan Hus, desde la distancia que impone la muerte, quizás podría repetir lo expresado por Hrubín, el bardo colega de nuestro poeta Seifert, quien mientras su mirada resbalaba por la invernal y turbia superficie del río Moldava hasta el puente Carlos, suspiró melancólico: “Se ve que Praga no me quiere dejar.”

Praga también puede ser un temprano y profundo desencanto, así la experimenta también el poeta que de niño fue llevado por su padre a contemplar el célebre carillón de la Ciudad Vieja, permanentemente admirado con vivaz excitación por nacionales y extranjeros, quienes ven aparecer, hora tras hora, en lo alto de la torre municipal: ricachones, signos zodiacales, el propio Mesías, aves, los apóstoles y hasta la misma muerte, siempre triunfal y sonriente.

En aquella infausta oportunidad, nos refiere el escritor, tuvieron la ocasión, padre e hijo, de entrar a la torre municipal, donde: “Heinz, el famoso relojero, encargado de revisar y reparar el carillón, nos explicó el funcionamiento del antiguo aparato”. Grande y traumática fue la decepción experimentada por el poeta, quien rememora aquella experiencia, décadas después, viva y dolidamente: “Vamos por la vida de desengaño en desengaño (…) Uno de esos desengaños – y la desilusión aquella vez fue bien fuerte – lo viví todavía niño.” Y ese temprano e infantil desencanto se produjo a raíz de la explicación del relojero al escritor: “Los signos del Zodíaco no me interesaban especialmente, pero en cambio conocí de cerca, para mi triste sorpresa, a los apóstoles que siempre miraba desde la calle, debajo de la torre, con devoción y sin cansarme, que se me antojaban medio vivos y que en realidad no eran sino armazones de unos cuerpos afianzados sobre una rueda de madera. Que iba girando lentamente. No era Jesucristo el que pasaba de una ventana a la otra, sino sólo su mitad. Tampoco Juan, el preferido del Señor, tenía piernas, mientras que San Pedro, con sus llaves de plata, era tan sólo un mísero torso.”

Así Praga la hechicera, la ciudad de quimeras y espejismos, eterniza el pasmo, el asombro, la sorpresa de aquellos viandantes que, “sumidos en un silencio impasible, con una curiosidad serena y natural,” contemplan maravillados un antiguo y aceitado carillón que, puntual, da la campanada exacta, haciendo que el rico haga sonar sus ducados, que la muerte mueva la cabeza y castañee, y que al final cante el gallo: “…y luego dicen que ahora en Praga ya no se producen brujerías medievales, llenas de misterios imperfectos y de una belleza única.”

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