Opinión Nacional

¿Qué hacer?

Tras violar su propia Constitución para autopostularse a la reelección
perpetua, sobornar a millares de votantes, coaccionar a empleados y poderes
estatales y practicar «escuadrismo» fascista contra la oposición, Chávez
vuelve a ganar una mano en su juego preferido: reinventar un cesarismo
democrático legitimado en las urnas, una autocracia vitalicia disfrazada de
dictadura del proletariado. Gana con rito ortodoxo, los interesados lo
felicitan. La perspectiva de una cubanización avanzada de Venezuela, ya en
acto, se nos hace más probable. La oposición, tras una docena de
votaciones, pudiera caer en tentación de tirar la toalla. ¿Qué hacer? Una
fugaz mirada a una época muy parecida a la nuestra, la helenística, deja
entrever una de las respuestas, la mala. Entre los siglos IV y III a.C.

Grecia está fatigada de esa democracia degradada que Aristófanes y otros
denunciaban (Las Avispas fustigaba, por ejemplo, a quienes salían a
fomentar delitos para luego ganarse tres óbolos como jueces populares). La
aventura de Alejandro (356-323) termina en satrapías, en un remedio peor
que la enfermedad (muchos sátrapas se autocalificaron Sóter o salvador).

En 324, su tesorero Hárpalo huye con el dinero que debió cuidar y pide
asilo a Atenas; ésta delibera y se lo concede, pero faltan 20 de los 80
talentos de oro que traía. Los ha sustraído Demóstenes (¡el gran
orador!), quien confiesa el robo, es preso y termina suicidado.

Aquel mundo asqueado de política, de futuros cerrados y sin nadie en quién
creer, formalizó su desaliento dando vida a dos filosofías, el estoicismo
y el epicureísmo, que fundamentaron de una vez por todas la falta de
compromiso social y el individualismo moral. Zenón enseña que, por estar
todo predeterminado, pasiones y voluntad de poder son inútiles; sólo cabe
desconectarse del entorno hasta lograr la ataraxía o imperturbabilidad, con
el suicidio como última libertad. Epicuro pregona la inutilidad de la fe
(los lejanos dioses no se ocupan del hombre) y del temor a la muerte
(«mientras vivimos ella no está, y cuando ella llegue ya no estaremos»), y
sugiere sobrellevar la vida, suerte de pasión inútil, practicando un
hedonismo privado y minimalista.

A esta seductora reducción de la praxis a la cura de sí mismos (de mera
validez terapéutica) se opone la platónica pulsión altruista de
mantenerse como animales políticos, sensibles al otro y en procura de
justicia y concordia social. Bien quisiera el autócrata (a un milímetro de
endiosarse con un bíblico «yo soy el camino, la verdad y la vida») que la
mitad opositora de la población ­a la que sigue exasperando para que
abandone el ring­ cayese en la alejandrina tentación de irse del país, o
perderse masivamente en ataraxias y hedonismos. La realidad lo desmiente: la
oposición no sólo crece, sino que tiene en la juventud un imponente
relevo.

Habiendo conocido como pocos la TV por dentro, Renny Ottolina llegó a
calificarla de «monstruo sagrado con mucho de monstruo y nada de sagrado»,
una definición que calza bien a nuestro Presidente, por quien demasiado nos
hemos dejado atemorizar en lugar de desacralizarlo con método. A ese
monstruo non sanctus de pies de arcilla le acecha en cosa de meses una
debacle económica que lo obligará, como otro Fidel, a pedir al país
sacrificio tras sacrificio «para salvar la revolución», el agotamiento de
sus quimeras hoy reducidas a vulgar ideología militar-conservadora, la
traición de quienes dejó robar con hambre vieja, unas elecciones
parlamentarias en las que dejará más plumas, los zarpazos de los muchos
cuervos que crió, y quizás el destino de todo populismo, concluir en
bancarrota.

El 15-F fue una jornada luminosa: sin caudillos, recursos ni programas, más
de 5 millones de venezolanos opuestos a la rendición hicimos rebrotar una
democracia de manantial. Presidente: seguiremos esperándolo en número
crecido, tozudamente, en la esquina donde el callejón sin salida del
despotismo muere en la avenida de las sociedades abiertas.

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