Opinión Nacional

¡Qué tiempos los de Rómulo, carajo!

Temo muy seriamente que ante el descalabro del régimen y la eventual y nada imaginaria muerte del caudillo muchos dirigentes opositores de la vieja y nueva escuela hayan comenzado a temerle al cuero. Y en lugar de afilar sus estacas para clavárselas en el corazón al uniformado príncipe Drácula del chavismo, prefieran acomodarse en el carromato e intentar la transición por las estepas de Transilvania de la mano con los viejos financistas y operadores del teniente coronel, en cómplice armonía con el desastre. Una extraña mezcla de Drácula con el Dr. Frankenstein.

No sería de extrañar. Llevamos treinta años abrazados al esqueleto del más remoto pasado. Desde que Carlos Andrés Pérez – cuyos despojos se fueran aguas abajo inundados por un torrente incontenible de lágrimas de cocodrilo – se permitiera la osadía de lanzarse en brazos del futuro, sin casco, paracaídas ni alarmas de prevención, el horror al futuro se apoderó de tirios y troyanos. Adecos y copeyanos, ignaros y notables, empresarios y populacho pata en el suelo, todo se lo hubiera perdonado, incluso aquello, salvo la peor ocurrencia que osara plantearnos: fin de la estatolatría, acabose de las alcabalas de la corruptocracia, sinceración de la economía, gasolina a precios normales, fin de dólares a mansalva y conversión de la economía rentista en una economía productiva.

El conservador de los conservadores, don Rafael Caldera, unido a la cáfila de vejetes y notabilidades, fétidos todas a formalina y recién escapados del ropero colonial, en férrea unidad con golpistas bolivarianos y editores del escándalo se hicieron a la proterva tarea de defenestrarlo. El horror al futuro sirvió de carburante inextinguible de la conspiración pretérita. Venezuela no se podía permitir pisar tierra franca y enfrentar sus carencias de la mano de sus potencialidades. ¡Venezuela no es Chile! ¡Eso sólo se lo puede permitir Pinochet!, bramó un reconocido personaje de nuestra picaresca. Abriéndole los portones al cantinero del ejército.

Duele constatar que el régimen entró en terapia intensiva, que maduran las condiciones para hacer caída y mesa limpia, que la sociedad civil clama a gritos por modernidad, mientras los partidos se agarran a dentelladas por una concejalía, una alcaldía, una gobernación. No comprenden que el desafío es agarrar la presidencia, apoderarse de sus bastiones y darle un vuelco radical a las reglas del juego. Comenzando por elevar la Constitución al rango inmarcesible de los grandes principios. Terminando por poner a los descabellados de nuestras fuerzas armadas en sus cuarteles, sin derecho a réplica.

Al parecer nos acostumbramos al mercachifleo, a la baratija, al buhonerismo político. ¡Qué tiempos los de Rómulo, carajo!

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