Opinión Nacional

Recuerdo de un Hombre Bueno

La memoria es una de las riquezas del alma.

Nunca sabemos, cuando agazapado un recuerdo nos hará su presa, para mejorarnos el día o para reafirmarnos en que Cambalache no es sólo un tango, sino una de las mejores descripciones de la Humanidad que nadie nunca haya hecho.

En estos días aciagos, donde sólo tenemos noticias de hombres corrompidos por el poder y la gloria, de gente sin sustancia y rellenos de hojarasca verbal, es bueno que el recuerdo de un hombre bueno nos asalte, y es mejor aún que sea por causa de un amigo.

El amigo no lo nombraré, pues sigue siendo un figura pública a pesar de su retiro, pero el recuerdo tiene un nombre, que debería ser recordado con mucha frecuencia, como ejemplo de hombre de bien, político honesto, maestro de maestros y protagonista de una gran labor social: me refiero a Arístides Calvani.

Nacido en Trinidad por azares de una de las tantas dictaduras que asolaban a esta tierra de gracia, antes de la llegada de la democracia, y que han sido borradas de la historia de Venezuela por el pensum escolar oficialista, este diplomático y político brillante se crió en Cumaná, conservando siempre un nexo irrompible con aquella peña de orientales que asaltaron los puestos del Gobierno a punta de trabajo, eficiencia y ganas de construir una nueva Venezuela en la época de los 50.

Hombre culto y de profunda convicción católica, supo al mismo tiempo desarrollar un auténtico amor por los excluídos durante toda su vida, junto a su eterna compañera Adelita Abo, hasta que pereció en un accidente aéreo en Guatemala durante 1986, junto a sus hijas María Elena y Graciela, cuando se disponía a cumplir por fin uno de sus grandes sueños de viajero indemne: conocer las ruinas arqueológicas mayas.

Conocí al Dr. Calvani de una forma muy divertida, cuando en mis tiempos de estudiante, acostumbraba subir cerros, cruzar quebradas, hacer eso que llaman acción social, comprometida con las labores de alfabetización y de ayuda a la marginalidad tal como me había enseñado mi padre, constantemente me tropezaba a cada momento con los curas de Fe y Alegría. A veces los acompañaba un hombre muy distinguido a pesar su sencilla vestimenta, especialista en Derecho Laboral, y con un gran conocimiento de la filosofía contemporánea, que con los años llegaría a ser Canciller de la República (uno de los mejores de nuestra historia, objetivamente hablando).

Hacíamos lo mismo pero estabamos en posiciones ideológicas y religiosas diferentes, y sin embargo, siempre terminaban tomándose mi café, que como decía el por entonces padre Mario Moronta, estaba tan bien colado que merecía un premio.

De café en café, y admirado por la precocidad de mi inquietísimo intelecto de entonces, se forjó una mutua admiración que al correr de los años se transformaría en una amistad de escasa frecuencia pero mucha profundidad.

De él pueden contarse muchas anécdotas, diplomáticas o no, pero hoy en ese recuerdo que suscitó la frase permanente del maestro Calvani “Lo excelente es enemigo de lo bueno”, hoy en ese recuerdo, quiero contar una historia de bondad y de ecumenismo que da el perfecto perfil del personaje:
Corría el año de 1985, era la madrugada de un 24 de diciembre. Yo me encontraba de regreso en Caracas, entre los apuros de terminar de escribir la tesis de grado, equilibrar una relación de pareja recién inaugurada con un dramaturgo emergente y la necesidad de celebrar unas navidades como Dios manda después de 6 meses de estar coordinado un festival nacional de teatro sin tregua ni descanso. Iba a levantarme tarde y a preparar los platos de la cena familiar. Me despertó el timbre repetido del teléfono a las 5 de la mañana, no estos sonidos digitales de ahora, sino la campaña abrupta y grosera de un teléfono de baquelita comprado en una tienda de antigüedades. Me levanté pensando que era algún familiar lejano que no recordaba los usos horarios, sin temor, con la inocencia del que no espera nada malo. Pero si lo era. En la voz trémula de Luis Márquez Páez director del festival de teatro, me anunciaba el asesinato la noche anterior de Pepe Duvachelle. Pepe era uno de los grandes actores latinoamericanos de la época, exiliado chileno del régimen de Pinochet. Como muchos chilenos había encontrado en Caracas la tranquilidad para rehacer su vida, mientras caía la dictadura y regresaba a su tierra amada. Un malandro se le cruzó en el camino y le cegó la esperanza. A estas alturas se estarán preguntando, ¿En que lugar de esta historia entra el Dr. Calvani? .

Desesperados ante lo cruel de la situación, lo complicado de organizar un velatorio y demás diligencias un día en que todos están de fiesta, la mayor fiesta del año, lo que más nos pesaba era que Pepe estaba en la lista
negra del régimen. Es decir, bajo ninguna circunstancia podía entrar de nuevo a Chile, ni siquiera cuando expusimos las razones humanitarias de un hijo que tenía el derecho de enterrar a su padre y permanecía en Chile. En palabras del despreciable embajador chileno de la época “Con los pies por delante, pues, que lo entierren aquí, que para eso hay mucha tierra”, mientras nos tiraba el teléfono y se negaba a atendernos después. En medio de las lágrimas de impotencia, se me ocurrió llamar al Dr. Calvani a su casa, haciendo abuso de nuestro mutuo conocimiento, más por rogarle un apoyo que por pensar que podría variar en algo la férrea negativa de la embajada.

No sólo no se molestó cuando lo desperté un 24 de diciembre ya a las 7 de la mañana, sino que de inmediato se puso a hacer llamadas para hacer posible lo imposible. A las 8 de la noche de ese día, nos comunicó la noticia. A través de sus contactos diplomáticos con Chile había logrado a través de la Cancillería de Venezuela y de los funcionarios de turno, que el cuerpo de Pepe entrara a su patria sin restricción alguna para su último adiós, a pesar de las airadas protestas del embajador chileno. Y no contento con ello, sabiendo que todo actor de teatro es pobre por naturaleza y sin preguntar previamente, comprometió a la Cancillería venezolana a asumir los costos del traslado internacional.

No había cómo pagar el gesto de bondad de dedicarle su día familiar tan especial a solucionar los problemas de gente extraña; cuando traté de agradecerle, sólo me dijo “Era nuestro deber como venezolanos, Chile le abrió los brazos a muchos exiliados venezolanos, ahora nos toca a nosotros ser la mano bondadosa de Dios”.

Conciencia y deber, humanidad y conocimiento, bondad de un diplomático y de un político en momentos cruciales, un hombre que hablaba poco y hacía mucho, que creía en Venezuela y en la gente, por encima de ideologías y de separaciones, un hombre bondadoso, que trabajaba por la unión y el progreso, como los que necesitamos hoy en día, cuando está muriendo la estabilidad democrática y más que nunca es necesaria la unión de todos contra la impunidad y el oprobio.

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