Opinión Nacional

Reflexiones sobre la marcha

El recrudecimiento de la protesta popular, puesto de manifiesto en las dos últimas marchas realizadas en la capital, evidencia el creciente descontento ciudadano ante la ausencia de soluciones concretas a sus problemas más inmediatos. Algunos días después de las excepcionales movilizaciones, parece oportuno hacer algunas reflexiones sobre las mismas.

Siguiendo el guión preestablecido, el gobierno organizó una contramarcha más en áreas que considera como propias y fuera del alcance de quien no le simpatice, con la consabida música revolucionaria, las trilladas consignas de la “revolución bolivariana” y el abuso del absurdo e incoherente eslogan de “Patria, Socialismo o Muerte”. Las estridentes intervenciones realizadas en la “marcha” no hicieron más que demostrar cuán divorciados de la realidad se encuentran sus integrantes de lo que está ocurriendo en el país, en un patético esfuerzo por tapar el sol con un dedo, reacios a reconocer que ya tienen el sol a sus espaldas.

Esta vez el pretexto era protestar contra lo que se insiste en calificar como el establecimiento de bases norteamericanas en territorio colombiano, las cuales constituirían una amenaza directa para Venezuela y cuyo fin último sería apoderarse de las “reservas petroleras más grandes del mundo”. Si bien es difícil imaginar que el uso ampliado de unas bases militares ya existentes pueda constituir una amenaza a nuestros intereses vitales, cuando sólo representa un peligro para la subsistencia de la narcoguerrilla terrorista de las FARC; tampoco se entiende porqué querrían “apoderarse” de nuestro petróleo si nos compran sin chistar todo el que les podamos vender.

Desde el otro lado de la ciudad, una multitudinaria manifestación volvió a hacer uso del derecho a protestar, entre otras cosas, por la aprobación entre gallos y medianoche de una nueva Ley de Educación, en un proceso que violó expresas disposiciones legales, aprovechando la existencia de una Asamblea Nacional monocolor y obviando la obligación de consultar a todos los sectores interesados, pues la ley interesa a todos los venezolanos y no sólo a la minoría que el gobierno pretende equiparar con el pueblo de Venezuela.

De todas las pancartas desplegadas, quizás la más simbólica haya sido una que se refería a la progresiva obstrucción de los canales de expresión ciudadana; en ella se señalaba que el gobierno podía cerrar emisoras y televisoras, hostigar a los diarios, restringir el Internet, prohibir las marchas o incluso cortarles la lengua, lo cual los podría llevar al mismo primitivismo del gobierno y a tener que comunicarse tal vez con señales de humo, pero que aún así no lograrían callarlos.

El mensaje es muy claro: Hagan lo que hagan, la voluntad de defender los derechos prevalecerá sobre cualquier amenaza o acción que pretenda cercenarlos. Y es que se hace difícil aceptar que el anacrónico autoritarismo que se pretende instaurar bajo la tan pomposa como oscura denominación de Socialismo del siglo XXI pueda prosperar en un país con nuestra tradición de libertad.

Las encuestas de opinión recientes así lo corroboran, lo que hace más inexplicable aún el comportamiento gubernamental, a no ser que obedezca al habitual recurso de la huida hacia adelante, para pretender que no pasa nada y tratar de capear el temporal a la espera de mejores tiempos. Pero si una década de promoción del odio, de exaltación de la mediocridad, de ineficiencia, de irrespeto por las ideas de los demás, de deterioro constante de la calidad de vida y de permanente enfrentamiento estéril entre venezolanos no han logrado producir un conflicto social de graves proporciones, es porque existe una importante reserva moral que lo impide.

Y si algo han puesto de relieve dichas manifestaciones una vez más es que la Venezuela del siglo XXI, heredera de décadas de ejercicio y aprendizaje democrático, no es ni se parece en nada a la Cuba de hace cincuenta años, emergente del oscuro pasado de Grau, Prío y Batista.

Es verdad que los venezolanos dimos un mal paso hace una década, producto de la ausencia de un progreso efectivo, el auge de la antipolítica suicida alimentada por unas nefastas y notables personalidades, y el consentimiento de una prensa irreflexiva; pero eso sólo demuestra que nuestros valores y fundamentos democráticos no están todavía todo lo arraigados que deberían estar, como lo puso de manifiesto la complacencia del poder judicial del momento al otorgarle luz verde a un evidente salto al vacío.

Sin embargo, aunque débiles, esos valores existen en la conciencia de cada venezolano, cuyo deseo fundamental es convivir en paz, en medio de la diversidad de pensamiento, de manera civilizada y apuntando hacia el progreso y el bienestar propio y de las generaciones venideras. Por eso, lo que no se pudo establecer desde afuera a sangre y fuego en los años sesenta y se pretende imponer ahora desde adentro contra la voluntad popular se está topando con una formidable pared de tercas fundaciones que no permitirá seguir avanzando en el proyecto autoritario.

Sin embargo, el régimen persiste en cerrar prácticamente todas las salidas democráticas a la convivencia civilizada entre los venezolanos, dividiendo arbitraria, artificial y peligrosamente a la sociedad en dos bandos aparentemente irreconciliables, criminalizando la disidencia, aplicando de manera selectiva la justicia para lograr sus fines políticos y desconociendo igualmente la voluntad popular expresada mediante el voto.

Todo ello debe hacernos reflexionar seriamente sobre las salidas disponibles a la actual crisis política, otorgándole prioridad al interés nacional y poniendo de lado temporales beneficios partidistas y personales. Lo que está en juego es demasiado importante para dejarlo en manos de la politiquería inútil. Se trata de la supervivencia de todo lo que conforma nuestra existencia como nación libre y democrática.

El ciudadano común espera de sus dirigentes una salida apropiada al actual laberinto en que se encuentra atrapado, prisionero del doble discurso de un gobierno cuya principal característica es la aplicación de un doble rasero. Las próximas elecciones legislativas constituyen una de las últimas oportunidades de salvar lo salvable. Pero las reglas del juego acaban de ser cambiadas de nuevo a favor del régimen y si no entendemos la gravedad de la situación y actuamos en consecuencia, mañana habremos de lamentarlo profundamente y seguramente en silencio.

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