Opinión Nacional

Rómulo Gallegos, la soberanía y los derechos humanos

El 29 de junio de 1960, el Consejo Permanente de la Organización de Estados Americanos eligió a Rómulo Gallegos miembro de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. No sé si en otros momentos de su historia tuvo entre sus miembros un personaje de la relevancia intelectual y política de Gallegos. Era un ex presidente de la República, apenas regresaba a su país de una década de exilio, era uno de los grandes novelistas de la lengua castellana, y, por sobre todo eso, un hombre de principios éticos y morales universalmente reconocidos.

Gallegos prestigiaba con su presencia la CIDH y, además, le confería prestancia y autoridad, necesarias sin duda para combatir la barbarie que aún reinaba en ciertos países de la región. El novelista no era amigo de involucrarse en organismos de esa naturaleza, por su talante de escritor que prefería su estudio y sus papeles. No obstante, consideró que nada era tan prioritario en América Latina como la lucha por los derechos humanos. Sólo esta persuasión lo llevó a aceptar el encargo.

Si tenía que combatir las dictaduras, también era preciso señalarles a las democracias lo que para el bienestar de los pueblos significaba la libertad de conciencia y su ejercicio.

No fue extraño que, reunida la comisión, sus otros miembros lo eligieran presidente.

El 13 de octubre, el Consejo de la OEA hizo una sesión extraordinaria para recibir a los integrantes de la comisión. Tomó la palabra Gallegos, pronunció un discurso que significó un hito en la historia de las luchas por los derechos humanos y por las prerrogativas del individuo en América Latina. El discurso de Gallegos marcó época y definió el futuro de la CIDH.

La tesis fundamental del novelista puede sintetizarse en estas palabras: «La soberanía nacional es materia de obvia y primordial importancia, pero no lo es menos la persona humana en sí, objetivo final ­muchas veces olvidado­ de la acción del Estado y de todas las empresas de engrandecimiento colectivo».

Hasta entonces, en el seno de la CIDH sólo tenían voz los gobiernos. Sobre esto dijo Gallegos: «Lamentable es ­cabe aquí mencionarlo­ que las personas, sujetos reales de los derechos que se nos ha encomendado proteger, no hayan sido dotadas de la capacidad requerida para denunciar los atropellos de que hayan sido víctimas».

El escritor definió lo que iba a ser propósito de su misión como presidente: «Abrigo la esperanza de que la institución que integramos progresará en este y otros aspectos hasta coincidir con lo que los pueblos nuestros reclaman y necesitan». Notó que el propio Estatuto de la Comisión señala caminos para su perfeccionamiento. «De nosotros, de nuestro tesón y de nuestro valor moral, dependerá en mucho el porvenir de esta conquista, aún incipiente, que han puesto en nuestras manos los gobiernos del hemisferio.

Pues, el respeto a la dignidad del hombre, la efectiva defensa de sus fueros debe ser la ocupación fundamental de nuestros propósitos».

Me parece indispensable citar in extenso algunos de los principios postulados por el gran escritor en ese momento, porque contribuyen a definirlo a él y el encargo que se ponía en sus manos. «En las altas esferas del espíritu, donde se mueve el pensamiento conductor de la experiencia humana hacia las realizaciones de la fraternidad universal por encima de las aspiraciones mezquinas, de los egoísmos intransigentes y, más aún, de las apetencias de zarpazo y dentellada que todavía puedan estar permitiendo que el hombre sea lobo para el hombre, tanto en el orden individual como en el colectivo de los pueblos… Toda actividad que sea ejercicio de buena calidad responsable debe dedicarse a procurar que la inmensa familia humana, sin distingos de razas, de credos religiosos o políticos, tenga una igual, una misma posibilidad de disfrutar del bien de la vida, al amparo del orden jurídico estrictamente respetado en todos los pueblos».

Rómulo Gallegos no se rindió en su propuesta de abrir la CIDH a la gente. En un momento manifestó su decisión de renunciar al organismo si no se avanzaba y si la CIDH no abría sus puertas para que la gente, los ciudadanos comunes pudieran «denunciar los atropellos de que hayan sido víctimas».

No cabe duda de la significación del paso de Gallegos por el órgano destinado a velar por los derechos humanos. En el principio estaba la Decla ración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre aprobada en 1948 en Bogotá ­simultáneamente con la Carta de la OEA­, cuyo texto consagra las normas de la convivencia democrática y del respeto al individuo como sujeto de derecho.

Reconozcamos la gran deuda de los latinoamericanos y caribeños con don Rómulo Gallegos. Su palabra ejemplar se alzó contra la barbarie sobreviviente en la región, barbarie que en el curso del tiempo se fue metamorfoseando sin dejar de ser barbarie. Cincuenta años después, el Gobierno militar del país de Gallegos pretende abolir tan extraordinaria conquista.

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