Opinión Nacional

¿Técnicos o políticos?

Es casi una regla: los gobiernos, sea al asumir o cuando quieren relanzar su iniciativa política, proclaman su firme voluntad de producir reformas sustantivas en la administración del Estado. Pero más allá de la valoración que merezcan las medidas concretas de transformación del aparato estatal que impulse el Gobierno en esta etapa, surgen algunas preguntas clave: ¿quiénes diseñarán y pondrán en práctica las ideas transformadoras: los técnicos o los políticos? ¿Quiénes serán los principales responsables de que lo proyectado sea un éxito o un fracaso: los políticos o los burócratas? Es decir, a la hora de elegir funcionarios en los distintos niveles del Estado, qué importa más, ¿la capacidad técnica o la lealtad política o personal? Esto viene a cuento de una tradicional tensión conocida como la confrontación entre política y administración, que se plantea entre los funcionarios políticos que, encarnando el mandato popular democrático, asumen la conducción del Estado para impulsar determinadas líneas de acción y los funcionarios de carrera, quienes de acuerdo con su incumbencia profesional o técnica mantienen funcionando la maquinaria estatal según los lineamientos globales que dispone el Gobierno. Resolver positivamente esta tensión es, precisamente, la clave de cualquier reforma exitosa.

Un elogio desmedido de la tecnocracia induce a creer que existen razones «técnicas» autónomas e incuestionables que no admiten valoraciones ni opciones. Así, sólo se trataría de elegir al mejor técnico, al que tenga las mejores calificaciones, sin importar sus demás valores y creencias ni su procedencia. Esto equivale a pensar que existe un único modelo de acción posible y se trata sólo de seleccionar a la persona apropiada para implementarlo. Este enfoque pretende eliminar de la escena a las «molestias» de la política, entendida como discusión y lucha legítima entre diversos intereses, visiones y alternativas. En la opción tecnocrática la política permanece, pero encarnada en la perspectiva que logra hacerse hegemónica e imponerse como razón «técnica».

La visión opuesta hace caso omiso a las capacidades específicas requeridas para conducir segmentos especializados del Estado, y aunque no se lo exprese públicamente, somete al sector público a los vaivenes de la lucha partidista o de las apetencias personales. Así, los funcionarios políticos y aun los que ocupan cargos que implican conocimientos técnicos, terminan siendo elegidos en función casi exclusiva de las pujas, negociaciones y tácticas de poder que atraviesan a las coaliciones políticas gobernantes. Y la capacitación necesaria para manejar asuntos complejos del sector público queda desvirtuada. Donde se juega en verdad el destino de cualquier reforma es en las segundas y terceras líneas de conducción político-administrativa, planos donde la definición política estratégica y la capacitación técnica deben ser apropiadamente conjugadas.

Funcionarios capacitados

Va de suyo que los cargos de naturaleza eminentemente política, que definen cursos de acción, tienen que ser ocupados por personas leales y compenetradas con el proyecto político gubernamental. Pero a la vez es esperable que cuenten con la capacitación específica, ya que la falta de idoneidad para conducir con solvencia segmentos especializados del Estado por parte de los funcionarios políticos puede derivar en problemas serios de articulación con la llamada «línea» de funcionarios técnicos -permanentes o contratados- que ejecutan los lineamientos trazados.

La legitimidad que supone ser portador de un proyecto político electo no exime a los funcionarios políticos del deber de conocer el ámbito en el que van a desempeñarse, ni de tener con el cargo que ocupan un compromiso más profundo que el de mero trampolín hacia metas más apetecibles, o de coto partidario para manejar cierto poder y utilizarlo con criterios clientelares. El problema es que, histórica y genéricamente, los partidos han trabajado poco en mejorar la calidad de sus cuadros, con nefastas consecuencias para el sector público. Porque la estrategia del político no capacitado a menudo es ignorar, por desconfianza o ineptitud, el aporte específico de los funcionarios técnicos, rodeándose de asesores que conocen el tema pero actúan desligados de y superpuestos a la estructura de planta, generando incoherencias e ineficiencias mayores que las que se pretende remediar. Ello sin contar que este personal contratado suele terminar engrosando la nómina de agentes estatales, a veces tras concursos diseñados «a medida» y sustanciados con el propósito de dejar ocupados con gente leal cargos políticos estratégicos, más allá del fin de la gestión política con la que colaboraron.

Para movilizar la enorme cantidad de energía requerida para producir transformaciones significativas en el sector público hacen falta, más que recetas novedosas y además de firmeza en la decisión política de llevarlas a cabo en función de objetivos consistentes, capacidad de conducción y liderazgo intermedio para despertar la motivación hacia el cambio y el compromiso con la propia tarea de los agentes públicos que, guste o no, deberán protagonizar la transformación del Estado.

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