Opinión Nacional

Un monasterio del siglo veinte

El Padre Marie Alain Couturier (1897-1954), artista amigo de artistas, promotor del Arte Sagrado, combatiente ideológico contra el antisemitismo, extraordinario clérigo de su tiempo, tuvo un papel instrumental clave en el encargo que se hizo a Le Corbusier, en los primeros años cincuenta del pasado siglo, para construir el Monasterio de Santa María de La Tourette en terrenos adquridos por su congregación, los Dominicos, al finalizar la Segunda Guerra.

El arquitecto decide en su primera visita al sitio construir el edificio a unos cientos de metros del “chateau” de los antiguos propietarios del terreno en una pendiente fuerte, si no abrupta; una ladera que domina un hermoso y tranquilo paisaje. Construir allí de manera rutinaria, requería una modificación topográfica. Lo escoge sin embargo y toma la decisión clave: el edificio tendría una cota superior uniforme y sus distintos elementos irían “cayendo” desde esa cota hacia el terreno. El claustro, elemento esencial de todo monasterio, que en la historia de la arquitectura está siempre estrechamente unido al suelo, creando un patio que es el centro de gravedad de todo el conjunto, se transforma en una estructura suspendida sobre patas de concreto, como todo el resto del edificio, a excepción de la iglesia.

Es una decisión inesperada. Con ella se hizo presente en nuestra conciencia el concepto según el cual un edificio puede ser fiel a su disciplina organizativa y constructiva a partir de una cierta independencia sobre el terreno en el cual se erige. En la arquitectura del siglo veinte tal vez pueden encontrarse edificios construidos sobre pilotes que se posan en un terreno pendiente. Pero lo novedoso aquí, lo inédito, es que se adopte, conscientemente, como principio organizativo la formación de sus volúmenes construidos en el sentido inverso, desde arriba hacia abajo, suspendiéndose sobre lo natural. Ese enunciado es análogo al de un matemático que formula un teorema. Es un avance del conocimiento disciplinar que todos podemos utilizar en lo sucesivo. Ya está al alcance de todos nosotros decidirnos por ese principio en una situación similar. Lo que pudo haber sido un difícil descubrimiento personal para el creador originario, es para nosotros sencillo, accesible; y podemos hacerlo con menos dificultades de las que seguramente encontró ese creador. Ese era el sentido que le daba Jorge Luis Borges a su provocadora frase de que los imitadores eran mejores que el original. Porque ya no sufren los dolores de un parto.

Pero hay otras enseñanzas importantes en La Tourette. Al ubicar la iglesia del Monasterio directamente sobre la tierra, a la inversa del resto del edificio, manteniendo el contacto del altar mayor con el suelo como la liturgia de la época exigía, Le Corbusier establece un contrapunto con el resto del monasterio y a la vez da pie para la creación de una ¨cripta¨ para las celebraciones colectivas de la eucaristía, iluminada con unos lucernarios cilíndricos que crean un acento dramático de luz y color justo en un costado del altar. Un punto focal de todo el espacio que se ha convertido en la imagen más característica de esta obra dentro del repertorio formal de la arquitectura del siglo veinte.

Y también la iglesia se convirtió en referencia porque en ella todo se deja al juego de las proporciones y la luz. Por supuesto, parafraseando a nuestro Rafael López Pedraza, con “gotas de perfume” surgidas del genio personal. El espacio sagrado es un simple prisma, de un concreto bruto, sin aderezo alguno. Un haz de luz cenital que se proyecta desde un hueco cuadrado en el techo recorre el espacio en un sentido longitudinal a lo largo de todo el año, a partir del órgano ubicado en la cabecera del eje central. El techo se suspende sobre las paredes dejando rendijas que lo iluminan a la manera de las linternas de las viejas cúpulas, como en Ronchamp. Más abajo de las altas paredes laterales, detrás del coro de los monjes, entradas de luz longitudinales reflejan los colores primarios. Y una última entrada de luz que permite una incidencia diagonal sobre la pared del fondo, sirve de acento en el otro extremo de la nave rectangular.

Si Ronchamp es inspiración de un artista que persigue una forma producto de su personal repertorio y por ello toda imitación es un intento fallido que generalmente produce decepción, la iglesia de La Tourette es enseñanza que puede ser seguida porque señala hacia lo esencial, hacia la contención, siguiendo una disciplina bien definida. Además de ser uno de los espacios arquitectónicos más dramáticos de la arquitectura de nuestros tiempos, es una campanada de alerta ante los caminos que hoy toma la arquitectura de éxito. Es una muestra de que los valores de la arquitectura nada tienen que ver con el relumbrón y el efecto. Que el espacio arquitectónico lo modelan la luz y las proporciones. Esa sería la otra manera de entender la frase de Borges. Puede imitarse y hasta ser “mejor que el original” lo que aspira a convertirse en norma o canon. Lo que surge del respeto a unas “reglas” que es posible enunciar, no modo de expresarse surgido de un modo de vivir irrepetible. Lo personal, íntimo, es inimitable. Recordemos a ese respecto que las proporciones de La Tourette están dictadas por el Modulor corbusiano, un conjunto de reglas dimensionales; las entradas de luz siguen el rumbo solar; y la construcción es lo que uno ve, la estructura es la arquitectura.

Visité el edificio en el verano de 1962 con un bebé, mi hijo mayor, y su madre. Había clausura y monjes. Hoy el edificio está vacío, sujeto a una restauración que llevará años. Acoge sin embargo huéspedes que disfrutan de un corto e intenso retiro que puede o no ser religioso. Además, ya no será monasterio, desde hace unos años es Centro Cultural muy activo (www.couventlatourette.com). Siguen allí, no obstante, un puñado de monjes custodiando un edificio que nos sigue enseñando.

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