Opinión Nacional

Una breve nota sobre el ejército

De la común e irracional devoción hacia Bolívar, se ha valido el teniente coronel Hugo Chávez para (intentar) entronizarse en el poder. Ha logrado conjugarla con los indefinidos propósitos revolucionarios para alcanzar una rentabilidad discursiva con escasos precedentes en nuestra historia republicana. Sin embargo, comenzamos a ver las costuras de una derivación como es la del culto hacia las Fuerzas Armadas.

El ejército, que las emblematiza, fue un difícil elemento para el debate público, aunque inevitable en el contexto de una democracia cada vez más abierta y de las útiles precisiones a las que obligaba el concurso civil en la concepción y desarrollo de la seguridad y defensa del país. Violando la por entonces vigente constitución, contrariada la doctrina bolivariana, en 1999 el presidente Chávez decidió los ascensos militares sin ingerencia del parlamento y, de esta manera, extremó el culto que ya no parece servirle, pues, no ha habido peores pedradas que las del desprecio, los insultos y denuestos, propinadas por los círculos del terror al rodear a los altos oficiales en el TSJ.

No puede pasar por alto la observación hecha por el general Efraín Vásquez en torno a las ofensas recibidas por la institución armada, en este difícil trance. Si bien es cierto que resulta a veces inasible la idea que tiene la corporación del honor militar, no menos cierto es que el oficialismo le inyecta una enrarecida gasolina al imaginario popular para justificar toda suerte de manipulaciones que dejan atrás las ya distantes lecciones cerosoleanas.

Sobre el honor y el espíritu militares creemos encontrar un enfoque ortodoxo en Jacinto Pérez Arcay, al parecer, asesor del mandatario nacional: “El fuego sagrado. Bolívar hoy” (Ministerio de la defensa, Caracas, 1981). Señala como “expresión inequívoca del espíritu militar de un pueblo” el respeto, la consideración y el cariño a su ejército, descartando el “rápido armamento de una bulliciosa milicia nacional” (163) y, además, aceptando las labores sociales, estima que la “Institución requiere tiempos óptimos para cumplir la función fundamental para la cual fue creada” (153).

Basta con atender las noticias: el contraste salta a la vista, pues el asunto ya no estriba en los consabidos generales y almirantes, sino en el impacto que recibe la propia entidad armada de quienes aprovecharon (y aprovechan) sus recursos simbólicos en la variada versión de un culto que adquiere otras tonalidades insospechadas. Como muchas otras cosas, lo bueno de hoy puede ser lo malo de mañana, en el escabroso terreno del maniqueísmo.

No va quedando institución en pie por muy avalada que se encuentre en términos constitucionales. Así de simple.

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