Opinión Nacional

Una reflexión inevitable sobre Carlos Andrés Pérez

Una confesión pública: sentí cierto rubor cuando tuve entre mis manos, ya impreso de forma irremediable, el prólogo que me tocara hacerle a Mirta Rivero a propósito de su obra La Rebelión de los Náufragos.

Pensé entonces que no todo había quedado dicho, que ablandé, por razones de espacio, el contenido de un juicio necesariamente crítico sobre Carlos Andrés Pérez, y que transformé aquellas palabras de presentación en un involuntario panegírico. El que dedicara cualquier pluma de ocasión a los personajes a punto de salir de las pasiones tormentosas de la prensa para entrar en las aguas serenas de los libros de historia. El que, en su momento, ciertas frivolidades le dedicaron a Marcos Pérez Jiménez, e incluso a Juan Vicente Gómez.

El alud de comentarios posteriores, no ya de un prólogo destinado a ser periférico, sino de los contundentes razonamientos emanados de la obra en cuestión, permite extraer la conclusión de esta hora. Yo no creo que en Venezuela esté planteado un debate destinado a canonizar al líder de Rubio. El asunto es que Pérez se había convertido en el villano natural de la política venezolana contemporánea, y luego de estos catastróficos 12 años, buena parte del país tiene interés en revisar qué tan cierto es eso. Especialmente porque, si vamos a hablar de villanos, no será este el único. La razón es muy sencilla: la mayoría de nuestros presidentes no lo ha hecho bien. Es imposible figurarse que este país puede estar donde está con una sucesión de brillantes administradores dotados de angelical desprendimiento.

Y en lo tocante a las grandezas y miserias del ejercicio del poder, al costo de tomar decisiones en política, al talento para obtener réditos de carácter neto mientras se acumula un pasivo de enemigos irreconciliables, he pensado varias veces que no hay figura más parecida a Carlos Andrés Pérez que Richard Nixon. Comenzando por el final: ambos fueron sacados de la presidencia contra su voluntad, y ambos obedecieron, luego de una sentencia judicial.

Reivindicaba Nixon en muchas entrevistas concedidas luego de salir de la Casa Blanca que algunos de los logros más importantes de la política internacional de los Estados Unidos de su tiempo ­demandas muy activas de los círculos liberales ilustrados que lo tenían retratado como un incorregible rufián- fueron producto del intenso trajinar de su administración.

Fue Nixon, y no los demócratas, quien sacó a los Estados Unidos de Vietnam; fue el presidente que con mayor fluidez se aproximó a los chinos, y el que, en pleno equilibrio del terror, obtuvo el mejor clima para conversar sobre la coexistencia constructiva con Brezhnev y el Kremlin.

Sobre Pérez, como sobre Nixon, recaen indudables pasivos, y algunos de ellos son especialmente graves. No deja de ser una ironía que, tratándose de un hombre tan permisivo y tolerante, muchos de ellos tengan que ver con derechos humanos: los excesos represivos del Caracazo; los desmanes, algunos de ellos trocados sencillamente en barbaridades, de la lucha antiguerrillera; el asesinato de Jorge Rodríguez.

A nadie le puede quedar duda, sin embargo, de que bajo su liderazgo el país obtuvo las cotas de audacia en política internacional más altas de toda su historia. Ha sido Carlos Andrés Pérez, para bien y para mal, uno de los dos políticos venezolanos más globales (para bien y para mal, reitero, el otro es Hugo Chávez).

Es ahora que ha fallecido, y su muerte es lamentada en tantos confines, que podemos constatarlo con claridad. Tuvo mucho que ver Pérez con la caída de Somoza y el advenimiento del sandinismo; estarán los socialistas españoles eternamente

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