Opinión Nacional

Utopía Institucional

Mientras el debate académico, filosófico y científico actual alrededor de la Posmodernidad, plantea y en cierto modo defiende la existencia de matices o lógicas grises frente a los criterios reduccionistas o dicotómicos blanco-negros para analizar la realidad, la coyuntura venezolana parece exhibir en el plano político una muestra preocupante de posiciones extremas y hasta el minuto de escribir estas líneas, peligrosamente irreconciliables. El equilibrio, característico de la noción de consenso, le disputa a la gasolina el liderato de la escasez.

Despegamos un instante la mirada del televisor, y reflexionamos sobre el significado de la palabra “institución”. En un ejercicio quizá pretencioso, honestamente ocioso pero ciertamente impregnado de un olor a angustia y a insoportable expectativa, entendemos que una institución implica la presencia de una formalidad organizativa y estructural, de un grupo de personas interrelacionadas con alguna finalidad común. Alude también el término al carácter permanente y atemporal de tal entidad.

Por otra parte, institución nos refiere también a un conjunto de normas, preceptos, valores, paradigmas, prácticas, costumbres, hábitos y principios con un absoluto carácter orientador, de gran peso moral, y de evidente permanencia en el tiempo. Así, el ejemplo más acabado de esa conjunción de la dimensión fáctica-organizativa y normativa-moral-cultural de la idea de institución sea el Estado.

Ya en terrenos sociológicos, la presencia de instituciones hace viable y posible la convivencia humana, erradica la barbarie, posibilita la justicia y el mantenimiento de un sistema político y democrático, obviando la adjetivación abundante que pudiésemos agregar a la democracia.

Más allá de la valoración que pudiésemos hacer sobre el paro cívico nacional, o sobre el autismo político severo que cercena la sensatez del Presidente ante la ingobernabilidad de la nación, o sobre el saboteo del Gobierno a una salida electoral o al propio referéndum, la pérdida generalizada de respeto a la Autoridad Pública, las cotidianas manifestaciones de la oposición en las calles de todo el país y el llamado a la desobediencia tributaria, entre otros elementos, constituyen una reacción desesperada no solamente contra una gestión en cuya actuación se evidencian cada vez más signos autocráticos y antidemocráticos, sino ante el secuestro de las instituciones por parte del Poder Ejecutivo.

Ignorábamos que la tesis revolucionaria de crear un Poder Ciudadano y un Poder Electoral con similar independencia y jerarquía institucional y legal que los tradiciones Legislativo, Ejecutivo y Judicial, contemplaba curiosamente su total y descarada dependencia y sometimiento a las fluctuaciones del humor y a los arrebatos anímicos del ciudadano Presidente. Así, la expectativa inicial que esperanzadoramente anidó en el ánimo colectivo, ante las promesas de que la novedosa arquitectura institucional plasmada en la flamante Constitución facilitaría la erradicación de los vicios de la Cuarta República y redundaría en un mejor funcionamiento de los Poderes que conforman el Estado Venezolano, amén de reformas positivas en materia de derechos ciudadanos y de participación, se desvaneció junto a la agudización de dichos vicios y de la situación socioeconómica y política de la República.

En pleno siglo XXI, padecemos los venezolanos capítulos ya superados en la historia universal, como la de aquel monarca francés que en el ocaso de la Edad Media declaró “El Estado soy yo”; o de pasajes turbulentos de nuestra propia historia nacional del siglo XIX, cuando la figura salvadora del caudillo victorioso, aunque momentáneo, era el pan de cada día y la única garantía de un breve lapso de estabilidad política, y cuando en las armas, y no en la ley, descansaba cualquier atisbo de institucionalidad.

El respeto a la Ley y la búsqueda del bienestar colectivo, representan probablemente los elementos sustanciales de cualquier concepto de institución que pueda construirse. No parecen ser estos factores preocupaciones del señor Presidente o de sus colaboradores. Ni en su discurso y comprobadamente tampoco en sus decisiones, ni cuando saca de su bolsillo, cual tic nervioso-defensivo, la diminuta Constitución, devenida tristemente no en Ley Fundamental y precepto orientador de sus políticas, sino en fetiche mediático de su desgastada verborrea.

La independencia de las instituciones y la sintonía que ellas mantengan con el sentir y las aspiraciones de la sociedad que las cobija y a la cual representan, son un requisito indispensable para la salud social, política y económica de cualquier sociedad.

Cuando la inacción, el silencio, el temor y el sometimiento a uno de los Poderes del Estado son la norma en las instituciones de una nación, la democracia se convierte en una abstracción, en una imagen borrosa e inalcanzable, es decir, en una Utopía, como aquel Estado ideal que soñó Tomas Moro hace más de 400 años.

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