Opinión Nacional

Vergüenza nacional

Sentí estupor y rabia cuando me enteré de las injustas sentencias que se le dictaron a los tres comisarios y a los funcionarios de la Policía Metropolitana, después del viciado e insólito juicio que se prolongó por más de tres años, sometiéndose a los acusados y a sus familiares a verdaderas torturas sicológicas con aplazamientos, maltratos y otras prácticas despreciables. Pero esos sentimientos iniciales se transformaron en repulsión cuando escuché a altos voceros gubernamentales decir que se había hecho justicia, y que los familiares de las víctimas debían estar muy complacidos por los castigos que habían recibido los responsables de esos crímenes. ¿Realmente pensarán los familiares de las víctimas que se castigó a los culpables, a pesar de que durante el juicio no se pudo probar nada acerca del supuesto comportamiento criminal de los acusados?
¿Por qué esos voceros gubernamentales no se preguntan cómo se sintieron los familiares de las personas asesinadas o heridas el 11 de abril de 2002 después de ver absueltos de toda culpa a los pistoleros de puente Llaguno, y de ser ensalzados éstos por el alto gobierno como “héroes de la revolución”? O ¿qué sintió la población al ver al propio Vicepresidente de la República encabezar el cortejo fúnebre de uno de esos matones, quien años después fue velado en el ominoso sitio desde donde disparó contra personas inocentes que sólo manifestaban pacíficamente? ¿Dónde está el castigo a los asesinos que después de ser convocados por líderes del proceso fueron fotografiados disparando inequívocamente contra los manifestantes? ¿Por qué el gobierno se ha negado reiteradamente a la conformación de una comisión de la verdad, imparcial, que tenga como norte aclarar los acontecimientos criminales del 11 de abril?
La ausencia de respuestas a estas interrogantes es lo que lleva a muchos al convencimiento de que lo que estamos viviendo es una simple burla, un sainete en el que se violan los principios más elementales de justicia y equidad, pretendiéndose encubrir un hecho cierto e irrefutable, la ausencia de un estado de derecho, con simulacros de juicios donde se violan los más elementales principios de legalidad y se condena a penas injustas a los acusados.

Esto, además de causarme un natural desasosiego al no sentir que mis derechos y los de mis hijos están protegidos, me produce tristeza y vergüenza. Sí, vergüenza nacional, pues es inconcebible que en pleno siglo XXI un país llamado a ser vanguardia latinoamericana, esté sumido en la turbiedad en que nos encontramos, siendo señalado por la comunidad internacional como una nación cada vez más cercana a la proscripción, que se alía con regímenes genocidas y criminales que atropellan e irrespetan los derechos más fundamentales de sus ciudadanos.

En días pasados, y a raíz del insólito desenlace del juicio mencionado, un joven profesional que trabaja exitosamente en el exterior me hizo un comentario desgarrador, pero muy sincero. Este país está podrido, me dijo. Qué triste tener que oír eso de boca de un compatriota que pertenece a una pléyade de jóvenes que han emigrado en busca de un mundo mejor, y a quienes no me canso de decirles que si bien no deben escatimar esfuerzos para educarse y luego transformarse en exitosos profesionales globalizados, no deben olvidar nunca que Venezuela es su tierra, y que siempre deben mantener dentro de sí el deseo de regresar, porque el país los necesita. Ese mensaje, sin embargo, es cada vez más difícil transmitirlo de forma convincente, porque ellos, lógicamente, se preguntan si alguna vez aquí tendrán futuro. Estoy convencido de que sí, pero después que superemos esta pesadilla que vivimos a diario.

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