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¿Qué le pasa a Netanyahu?

Desde cuando el pueblo judío estuvo esclavizado en Egipto o antes; pasando por la huida en búsqueda de la Tierra Prometida y la libertad, son muchas las aguas lustrales que han corrido y continúan corriendo por el Jordán. Desde antes de haber alcanzado la independencia y fundado el Estado de Israel, estaba cantado que la lucha sería ruda y continua, porque la histórica y espesa enemistad árabe-israelí no se diluiría con solventes de buenos oficios, aprobados por la mayoría de las naciones del orbe, representados en la Organización de las Naciones Unidas (ONU), ni con la firma de tratados repletos de buenas intenciones, que serían violados antes de que entraran en vigencia.

A esa brutal realidad hubieron de enfrentarse los padres fundadores de Israel liderados por David Ben-Gurión. Se trataba de aprobar leyes, fundamentadas en las enseñanzas y tradiciones bíblicas que dieran soporte y asiento humanitario, incluidos ejercicios espirituales y propiedad territorial a una sociedad que, durante milenios, había sido expropiada y condenada a ser apátrida y al nomadismo impuesto por la intolerancia religiosa y de costumbres. Por supuesto, el rechazo bidireccional no se hizo esperar.

La guerra era inevitable y estalló. El mundo árabe en general rechazaba, rechaza y creo que rechazará por siempre el hecho histórico-humanista de otorgar un espacio en la tierra a los descendientes de Abraham y menos en un territorio que se disputaban desde cuando vieron la luz el primer judío y su contraparte árabe. La continuación de esa guerra era inevitable y no es posible que culmine antes de la consumación de los siglos, porque no se trata de la disputa por un territorio cualquiera entre gentiles, ni es la disputa por un espacio desértico en su mayor extensión. Se trata de la divina heredad, así lo sienten y proclaman como verdad indiscutible que sirve de engañoso argumento para justificar el autoritarismo y la violencia.

La reciente cabriola de Netanyahu, también erigida bajo argumentos engañosos, resulta alarmante por el hecho de que uno de los líderes soportes de la democracia representativa y liberal tenga, aparte de su concepción conservadora, una inclinación totalitaria hasta ahora oculta. Y es lo que recientemente ha quedado al descubierto cuando introdujo en el parlamento, un proyecto de ley que despoja al Tribunal Supremo de Justicia de la facultad de ser fiel de la balanza entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo como garantía del accionar democrático que, lamentablemente, tanto en Israel como en otros países democráticos, se conjugan en los gobiernos parlamentarios.

El poder está revestido con una mezcla de miel y amargura. La sabiduría de quien lo ejerce es reducir la amargura a niveles de extinción, para que la miel se desborde y alcance hasta el más humilde de los ciudadanos. A no dudarse, el señor Netanyahu ha puesto su conocimiento y vocación al servicio de la colectividad judía, pero la edad cronológica y la prolongada permanencia en el centro del poder, va creando en el individuo la convicción de que a él le pertenece y comienza a intentar saltar por sobre los límites de la democráticos.

Imagino que eso es cuanto le estará ocurriendo al señor Netanyahu. Por fortuna su pretensión ha topado con un pueblo que quiere y defiende su democracia, entre otras cosas porque de ella depende, en gran medida, su pervivencia apoyada por la inmensa mayoría de quienes habitamos en la tierra.

A todo evento, la propensión totalitaria a edad provecta del señor Benjamín Netanyahu, además de intolerable torpeza, es equiparable con acciones de la vecindad antidemocrática, permanentemente esforzada en planificar agresiones contra del vecino judío.

El odio es un mal incurable que corroe el alma y genera el espejismo de que es posible borrar del mapa a un pueblo o a un país. El odio es, por desventura, el combustible del fanatismo, las injusticias y las guerras sin fin.

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