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Rescatar la política

27 de febrero de 1989, tiempo de cisma y desgarro. Amén de una crisis económica que evidenció el colapso de todo un sistema, el “Caracazo” anticipa una época maleada por el descreimiento respecto a los alcances de la política para gestionar los conflictos que atenazaban a la sociedad venezolana. A expensas de la soga ceñida al cuello, fuimos víctimas de los furiosos destrozos de la antipolítica, el repudio a los partidos, la espina de que sólo un “hombre fuerte” y ajeno a los vicios del establishment (un hervor cebado desde distintos e inusitados frentes, aún los más ilustrados) podría empujarnos fuera del tenaz hueco y guiarnos hacia un nuevo Estado de bienestar. Sí, el chasco hizo historia: una muy amarga, por cierto. Pero aunque para algunos sea agotador, valga poco o duela mucho escarbar en ese tajo aún sangrante, importa reconocer en el viejo error un aviso: despachar el camino de la política por considerar que el contexto reclama medidas extremas, puede llevarnos a atornillar las anomalías que antes quisimos exorcizar.

Por desgracia, la “tentación por el desastre”, el gozo por abrazar la hechicera pero desesperada vía del radicalismo (muy útil para el marketing, eso sí) cobra siempre remozado cuerpo. Hace unos días, la dirigente de un conocido partido de oposición ponía vehemente distancia entre el “país real” y el “país político”: a este último, afirmaba con claro piquete, pertenecían los mismos del diálogo, los “que quieren Regionales YA”. Varias inquietudes se desprenden de esto: ¿por qué el país real (el castigado por las necesidades deficitarias, según se deduce) debería oponerse al país político (ese donde ocurren elecciones: esto es, el espacio de la no-guerra, el de la acción organizada para acceder al poder por métodos pacíficos)? ¿No es un contrasentido que quien milita en un partido le endose a la política el valor de un puente roto, que la juzgue vaporosa, nula para contener la realidad o atajar los excesos de los mandones? ¿Qué jadea, en fin, tras la idea de que la práctica electoral es aspiración divorciada del pulso de la calle, y que la búsqueda del poder es hoy una cuestión de todo o nada?

La alarma se agudiza cuando del chavismo escuchamos cosas como “el tema es si los problemas que hoy tenemos los va a solucionar una elección… La prioridad es resolver los problemas de la gente”. Tanta sintonía asusta. Claro, de un régimen fraguado en las candelas de la antipolítica no extrañan fandangos para obstruir el único medio que lo forzaría a ceder civilizadamente los espacios que retiene de forma ilegítima; pero de ningún modo el anti-electoralismo se explica en quien pretende adversarlo desde la trinchera democrática, con razones y sin balas. He allí quizás un síntoma de que la lógica del chavismo -la de la guerra, la del partisano, esa según la cual el poder determina las reglas, y no al revés; opuesta a la de la política, la de la razón y el consenso- avanza entre nuestras huestes. Menudo aprieto: más si advertimos que la tendencia a mirar la puja por el poder como una batalla sin cuartel donde sólo cabe aplastar al enemigo (eso que pregonaba el Kronjurist del nazismo, Carl Schmitt) intoxicará aún más ese espacio de desencuentro con el que hoy bregan las fuerzas democráticas. Una falta de sincronía que además de tácticas y formas abarca contenidos, es riesgo que no debe desestimarse: tal disgregación acabaría comprometiendo los objetivos, el logro de la unidad necesaria para contrastar los modos del inescrupuloso adversario.

Sembrar escepticismo respecto a las virtudes de ese espacio civilizado de las palabras, la negociación funcional, la acción para sumar voluntades y concretar mayoría, responde sin duda a otra conjura del régimen: no sólo se trata de convencernos de que nada de lo que hagamos podrá cambiar las cosas, sino que cualquier eventual mudanza pasaría por adoptar sus términos. He allí la trampa: y nuestro pecado -amén de porfiar en que la presión de un pueblo sin objetivos claros, pero resteado con la pomposa épica de la “marcha sin retorno” podrá por sí sola abolir las fortalezas del contrario- será creer que ante las trabas del autoritarismo, los recursos “aéreos” de la política están vedados. La verdad es que la política, arte de lo posible, es también talento para identificar lo probable y generar consensos en torno a ello. Y hoy, sin duda, lo electoral es otro filón real de consenso.

Lo obvio: contra un gobierno que internacionalmente atraviesa la peor de sus horas; urgido de legitimación y, a un tiempo, encrespado por la certeza de que no podrá eludir por siempre el cuerazo del voto popular, la estrategia “realista” debería incluir organizarse y presionar por condiciones para que las elecciones regionales se den. Sí: rescatar la democracia pasa por rescatar la política. Después de todo, como nos recuerda Fernando Mires, “a las democracias no se les exige elecciones: las hay. Sólo en dictaduras se exige elecciones. Esa exigencia es un medio de lucha antidictatorial”.

@Mibelis

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